Taser: Otro Síntoma de un Problema de Fondo

Acorde a los recientes estudios, el uso y respaldo de armas no letales basado en el aumento de opciones para reducir la probabilidad que la policía deba utilizar fuerza letal, se da desde hace 20 años y en más de 100 países. Muchos de ellos indudables democracias como Estados Unidos y de indiscutible respeto a los derechos humanos como Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Finlandia, Francia, Alemania y Reino Unido. Así, es posible minimizar el nivel del riesgo en los daños que enfrentan los miembros de la comunidad, tanto para el agresor como para el agredido y el personal policial, sobre quien recae la mayor exposición. Por otro lado es igualmente verdadero que estas armas, al no ser letales, tienden a utilizarse en situaciones que previamente hubieran podido ser resueltas con un menor uso de fuerza. Frecuentemente por agentes de policía inexpertos o menos capacitados, que recurren de manera inapropiada al uso de aquellas armas cuando no son realmente necesarias.

Pero todo ello siempre refiere a la adecuada capacitación y entrenamiento del personal policial para lidiar con las situaciones a las que debe enfrentar y no a la tecnología disponible. Prueba patente de ello es lo que ocurre actualmente con las armas y dispositivos reglamentarios de seguridad. Un policía sin la correcta capacitación o con intenciones por fuera de la ley o código de conducta, siempre podrá abusar de la fuerza y recursos disponibles, así como también errar en el procedimiento y poner su propia vida en peligro e incluso perderla por no obrar en tiempo y forma. La diferencia radica en que, ante cualquiera de estas situaciones, siempre es preferible que el incorrecto uso del poder instrumental de la policía sea no letal, incluso cuando la situación resulte dudosa, por cuanto indiscutiblemente las lesiones provocadas por estas armas inmovilizantes son mínimas comparadas con las de fuego. En este contexto, si bien Amnistía Internacional advirtió del potencial abuso o aplicación inescrupulosa de estas armas por descarga eléctrica, utilizándolas con fines de tortura o castigos debido a los ínfimos rastros de detección, cabe recordar que, si la intención es instrumentar apremios ilegales, pueden ser incluso caseros dejando aun menores indicios.

Luego, habría que diferenciar entre tecnología y forma e intención para la cual se la utiliza, distinción que aplica y se reglamenta en todo desarrollo instrumental para cualquier disciplina. Tal como oportunamente dijo la misma Susan Lee, directora del programa regional para América de Amnistía Internacional, este potencial uso generalizado de armas no letales se evita mediante estrictas directrices para su implementación. De hecho, ya desde sus especificaciones de fábrica se advierte que por los efectos causados, no debe utilizarse en mujeres embarazadas, ancianos, niños o personas de bajo índice de masa corporal o en diversos estados de inconciencia. Tal como en el uso de toda arma, ésta también tiene sus riesgos, por ejemplo, ante la caída de la persona inmovilizada o que ésta padezca alguna cardiopatía, etc. Pero si la consideración es restringir su uso a situaciones cuya alternativa sea el arma de fuego, siempre e indudablemente será la mejor opción. Hasta aquí y por lo planteado, la discusión debería ser de fondo y sobre la capacitación y entrenamiento integral de la policía y fuerzas de seguridad, dentro de la cual se incluye cuál debería ser el equipamiento reglamentario y su adecuado uso.

Dicho esto, cabe también mencionar que la indiferencia de importantes actores políticos e influyentes colectivos, no sólo para desarrollar una política de mejora en la formación e instrucción en materia de seguridad, sino incluso su a priori taxativa negación para estas armas no letales, parece ser otro síntoma de una desequilibrada política de la memoria frente a la última dictadura cívico militar. Desequilibrio que produce una compulsión imposibilitante en lugar del aprovechamiento de aquella memoria para facilitar procesos de mejora. Sobre todo, en lo relacionado al cumplimiento del orden público y a las fuerzas policiales y de seguridad, cuyo deber es preservarlo, más prevenir y reprimir aun de forma coercitiva toda infracción legal.

En este sentido cabe mencionar a Maurice Halbwachs, quien bajo el concepto de Durkheim respecto del predominio de la conciencia colectiva sobre la individual, innova en la definición de memoria. Ésta ya no como resultado de la impresión de hechos reales en la mente humana, sino como un tejido de recuerdos basado en las diversas formas de interacción social, representación y repetición entre individuos. Así, toda memoria personal es, de hecho, colectiva, porque el individuo es el producto de interacciones y construcciones sociales. Con algunas diferencias, David Middleton y Derek Edwards consolidan este enfoque interaccionista social sobre la memoria como proceso colectivo que, si bien se conserva en la literatura y el arte, se infiltra más profunda y culturalmente a través de ciertos instrumentos produciendo asociaciones con códigos sociales evocando experiencias traumáticas, y en el peor de los casos sin poder transformar esas reminiscencias mediante un proceso de contextualización. De aquí, los constantes paralelismos referidos, entre otros, a las pistolas eléctricas inmovilizantes con la picana.

De hecho, Pierre Nora advierte que, en la diferencia entre historia como registro fiel del pasado, y memoria como el dinámico vínculo con recuerdos transmitidos generacionalmente, los individuos no son conscientes que sus propias percepciones no sólo transforman el pasado, sino que reverberan en el presente. Es decir, la memoria no sólo es vulnerable a la manipulación como narrativa histórica bajo una reconstrucción selectiva del pasado, sino también posee relación vinculante con el presente. Por eso, en este proceso, tal como Paul Ricoeur señala, resulta imprescindible contextualizar y entretejer sabiamente memoria, historia y olvido. Proceso siempre afectado por luchas políticas asociando la memoria con quien ejerce el poder, ya que es quien decide qué narrativas deben recordarse, conservarse y transmitirse como versiones oficiales de la historia, y cuáles al menos dejar de lado. Si sumamos a estos fenómenos la imposibilidad humana de transmitir toda la dimensión de una tragedia, y parafraseando a Georges Bataille frecuentemente pervirtiéndola bajo su banalización, también se da su obsesión cuando el sentimiento del horror es su exclusiva perspectiva obturando todo proceso para sobrellevar aquellas calamidades. Y aquí por supuesto existe una dimensión ética en aquella contextualización y entretejido de memoria y olvido, tal como lo expuso Max Scheler. Aplicado al caso en cuestión de la Argentina, cabe destacar el resentimiento, rencor y efecto de venganza que pudieron producir y aún permanecen vigentes, las intensas y nefastas experiencias relacionadas con el sufrimiento y la humillación del evento posiblemente más trágico de la historia argentina. Es por ello que el virtuoso ejercicio de la memoria intenta integrar un trauma de manera adaptativa en lugar de patológica, para así afrontar el pasado encontrando un equilibrio evitando la obsesión, la banalidad y el olvido, permitiendo el progreso.

Es por todo ello que primeramente la discusión de fondo debe ser respecto de una política integral de capacitación y formación profesional de nuestra policía, sin la cual habrá más víctimas con las espasmódicas discusiones de ocasión. Luego, la implementación o no de las pistolas inmovilizantes por descarga eléctrica, debe resolverse en base a dichas políticas de seguridad, aprovechando la conciencia colectiva de nuestras catástrofes, pero sin pervertirla por desequilibrios en la política de la memoria. De lo contrario, estaremos condenados a una eterna fijación compulsiva por el rechazo y el resentimiento, en lugar de prosperar en la construcción superadora de una sociedad armónica y virtuosa.

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