Sobre los Cambios y las Persistencias en las Religiones

Lejos de analizar los incipientes o tentativos petitorios actuales para cambios doctrinarios-normativos en el cristianismo, así como otras religiones y cultos, el propósito de este artículo es dar luz a la falaz demanda de quienes comparando en términos equivalentes aquellas con el judaísmo, pretenden análogas reformas en éste último acorde a sus deseos, intereses o conveniencias.

Si bien por “religión” hoy se racionaliza y objetiva diversas creencias, cultos, sentimientos y/o actitudes respecto de lo sobrenatural, esotérico, salvífero o venerativo; el teocentrismo legal judío, aun incluyendo algunas de aquellas variables no se define ni caracteriza reduciéndose a ellas. El judaísmo se constituye en el deber preceptual institucionalizado de rendir culto a Dios mediante leyes que regulan las acciones y actitudes en todos los aspectos de la vida individual y colectiva de forma cotidiana, esto es, lo litúrgico, dietario, marital, luctuoso, calendario, penal, procesal, administrativo, contractual, tutelar, económico-comercial, laboral, etc. Todo lo cual se cristaliza en la denominada Halajá o corpus jurídico judío. Así, el vocablo hebreo “dat”, significando hoy religión, refiere bíblica y talmúdicamente a ley, más próximo al original latino “religio” o escrupuloso en el ritus o regla y su cumplimiento, opuesto a “neglego” o negligente. El judaísmo, entonces, es una “religión” fundada en la demanda al hombre preceptuándolo en su existencia, a diferencia de otras que satisfacen al hombre en aquella.

Aquí la divergencia, pero que no implica ningún juicio de valor, es fundacional, por cuanto en la religión demandante la fidelidad preceptual conductiva constituye su marco axiológico; mientras que en la religión oferente la base axiológica y de fe, es su fundamento, derivando en ciertas acciones o conductas. Desde lo lingüístico, el vocablo hebreo “emuná“, cuyo significado bíblico es fidelidad o rectitud respecto de una Ley más allá de lo que aconteciere, contrasta con el latino fides, una confianza en términos de operatividad entre la creencia/accionar de un sujeto y su recompensa o castigo. Y aun cuando el judaísmo permite cumplir la Ley con ánimos de recompensa, dicha dispensa como tal implica un deber y finalidad ulterior que es la obediencia por el reconocimiento de Dios como tal. Basta indicar que en Iom Kipur o “Día del Perdón” se suplica clemencia por haber cumplido los preceptos por otro motivo que no sea este último. De aquí la relevancia de la revelación de Dios al pueblo judío en el desierto y en formato de Ley, a diferencia del cristianismo donde su revelación fue dentro de una civilización, con un marco jurídico dado, y en formato de dogma de fe. Así, en el cristianismo la aceptación de su salvador como tal es la condición para ser redimido, estado de fe que cambia el estatus del hombre; mientras que en el judaísmo la redención es dependiente del permanente e inagotable deber preceptual cuyo pleno cumplimiento no sólo no se garantiza sino que es imposible, por cuanto la Torá es divina y su sujeto de obligación, humano, no pudiendo rendir el merecido culto a Dios.

Pero dicha a priori incompletitud redentora no invalida el deber de esforzarse perseverando en la obediencia preceptual, sino incluso demanda como primera ley del primer tratada, Oraj Jaim, del Código de Leyes Shulján Aruj, “esfuérzate como un león levantándote a la mañana para rendir culto al Creador; amándolo con todo tu corazón, con toda tu alma [aun si mueres en ello] y con todos tus medios, tal como preceptúa el Deuteronomio 6:5, más su exegética por RaShÍ y analizado en tratado talmúdico Brajot 54a. Luego, la forma de vida esforzada en la Ley, no es instrumental sino el propio fin, rendir culto a Dios, tal como lo establece Maimónides en su Guía de los Perplejos 3:51, cuando dice “has de saber que todas estas prácticas del culto a Dios tales como [...] y todos los demás preceptos no tiene otro objetivo sino el de habituarte a ocuparte en los mandamientos de Dios y no en cuestiones mundanas.

El judaísmo como fenómeno histórico habiente de identidad y continuidad desde al menos 3500 años, es una realidad colectiva organizada y materializada en el accionar nomocrático en común de la Torá como factor objetivo diferencial de otros pueblos, cumpliendo con el deber y finalidad de rendir culto a Dios, fuera de toda subjetividad ideológica o sentimental. En este sentido el correlato jurídico del “haremos y escucharemos” del Éxodo 24:7, no condicionando lo conativo a lo cognitivo, se expresa en los códigos legales judíos donde siempre el tratado “Oraj Jaim” o “Forma de Vida” antecede al “Ioré Deá” o “Enseñarás Conocimiento”. Y si bien no todos los judíos cumplen viviendo acorde a la Ley, aquí la referencia es al judaísmo, en similitud a una sociedad que como entidad basada y organizada en leyes que la rigen y constituyen, no implica que toda su población las cumpla, incluso hay quienes las desconocen.

Así, en la religión demandante el sujeto es instrumental a la finalidad preceptuada por Dios, y cuya satisfacción es el propio cumplimiento del deber y no el acontecer personal a partir de ello. En cambio, las religiones oferentes ofician de instrumento humano en función de la satisfacción de sus necesidades psicológicas, espirituales o apaciguamiento del alma, donde el hombre está en el centro de la visión religiosa, y la divinidad en función de aquél, a su servicio. Episodios centrales a ambas religiones así lo manifiestan. Por un lado en Génesis 22:1-19, la “Akedat Itzjak” o Sujeción de Itzjak, donde Dios prueba a Abraham demandándole que sacrifique a Itzjak, su único y amado hijo con Sará, fruto a su vez del pacto que Dios mismo había hecho con Abraham en Génesis 17:7-21, donde sería heredado por este hijo con Sará, pero ahora cancelándolo unilateralmente. Y Abraham, sabiendo apelar y discutir con Dios tal como ya lo había hecho en el caso de Sodoma y Gomorra en Génesis 18:23-33, sin embargo cumple diligentemente y sin demandar aquella anterior promesa, rescindiendo todo valor inter o intrahumano en pos de Dios, siendo su siervo incondicional independientemente de lo que suceda, conquistando su propia naturaleza, tal como se indica en los comentarios de Itzjak Abarbanel al Génesis 22:3. Por ello, Dios, cancelando la implementación del sacrificio mediante un ángel le dice en el Génesis 22:12, pues ahora sé que eres temeroso de Dios y no Me has rehusado a tu hijo, a tu único.

Por otro lado, se tiene la cruz, donde no sólo la misma divinidad se torna hombre, problematizando el Números 23:19, donde el mismo Dios por boca de Bilam dice, “Dios no es hombre para que engañe, ni hijo del hombre para retractarse, sino que además muere ofreciéndose como sacrificio para redimirlo, manifestando así una divinidad en pos y favor del humano, a su servicio. Aquí la divinidad renuncia ante la naturaleza humana conformando un humanismo religioso. Luego, la religión teocéntrica preceptúa al hombre a cumplir su deber en el mundo, rendir culto a Dios por su propia divinidad, y cuya pregunta es ¿a qué estoy obligado para ello? Y donde la resultante para el sujeto es irrelevante ya que decide a priori obedecer. Este deber es estático, no muda acorde a los cambios del hombre en sus necesidades o intereses debido a que el sujeto, individual o colectivo, no es la finalidad de los preceptos. La única modificación posible reside bajo el principio del cumplimiento de dicho deber y con esa intención, siguiendo la metodología jurídica pertinente, y así se ha legislado siempre respecto de las nuevas realidades. Pero todo cambio por iniciativa antropocéntrica, en función de necesidades, intereses o conveniencias del hombre, por más nobles y bien intencionadas que sean, queda a priori descalificado. Un judío, en el día más feliz como el más triste de su vida debe pronunciar el mismo rezo, no surgiendo éste como efluvio espiritual ni necesidad psicológica o sentimental, tampoco un instrumento aprovechable, sino como expresión de su incondicional deber de rendir culto a Dios como finalidad en sí misma. La religión antropocéntrica es una de satisfacción o gratificación del hombre, sirviéndolo en función de sus intereses o necesidades las cuales son mudables. Es una religión de un hombre considerado ya redimido y por ello dinámica, variando en función de la diversa coyuntura del hombre, por cuanto éste es su finalidad inmutable y cuya pregunta es ¿en qué me contenta la religión, qué me brinda?

Similares diferencias esenciales acontecen respecto de la moralidad. En el judaísmo, el hombre no es un valor en sí mismo y su significado sólo deviene de ser imagen y semejanza divina conduciéndose bajo la Ley y con la intención de cumplirla, por cuanto como reza el Eclesiastés 12:13, “Cuando ya todo fue oído, a Dios temerás y sus preceptos cumplirás porque eso es todo el hombre“. Y tal como se predica en la oración de Neilá, finalizando el Día del Perdón, “No hay diferencia entre el hombre y la bestia porque todo es vanidad. Tu diferenciaste al humano desde el principio y lo reconocerás parado ante Ti”. Aquí el hombre no se reconoce como tal entre pares, sino sólo frente a Dios, diferenciándose del dominio animal por ser el único preceptuado y conduciéndose en obediencia a Él. Así, lo bueno es lo recto y bueno a los ojos de Dios, como se determina en Deuteronomio 6:18, y por ello el vocablo hebreo musar, hoy usado como ética o moral, significa bíblica y talmúdicamente disciplina adecuándose a una doctrina o instrucción conductiva. En cambio, la moralidad es la doctrina de las intenciones y no de las conductas, por cuanto los actos no son per se habientes de carga axiológica sino por su propósito, y cuyo parámetro del bien es intrahumano, en función del conocimiento de la naturaleza, de sí mismo o del sentimiento del deber respecto del otro haciendo del hombre un fin, un referente normalizante. Luego, no hay relación axiológica entre lo moral y lo judío por sus absolutamente diferentes finalidades no pudiendo el sujeto preceptuado aceptar lo moral como fundamento que regle su deontología, intención o conducta, ya que el Números 15:39-40 se comanda “no sigan tras sus corazones ni tras sus ojos, que los desvían, a fin que recuerden y cumplan todos Mis preceptos”. Y si bien el amarás a tu prójimo como a ti mismo, Yo soy Dios, del Levítico 19:18, comanda el deber para con el otro, al igual que el no robar, honrar a los padres o la exención preceptual para salvar la vida -salvo en tres casos-, esto no es por el hombre como tal sino debido a que Dios así lo ordena, tal como indica el versículo.

Aquí es preciso remarcar que el problema no radica en las otras religiones o en las diferencias entre religiones, sino en desvirtuar una, en este caso el judaísmo, homogeneizándola con otras, obliterando sus esenciales diferencias en pos de una ficticia universalización asimilacionista, con la anuencia y promulgación conscientemente o no por parte de los mismos judíos partícipes de un conato de síntesis. Como indica el profeta Mijá 4:5, en el siglo VIII a.e.c., Todos los pueblos, cada uno bajo el nombre de su divinidad, y nosotros con el Señor, nuestro Dios, para siempre y eternamente.

Claramente, por cuanto el deber y forma de vida preceptual de todo judío no está orientado a sus necesidades o intereses sino a rendir culto a Dios, todo argumento para adicionar, suprimir o modificar dicha cultura legal basándose en variables desiderativas, morales, sociales o nacionales, no tiene sentido ni significado judío. Allí, el sujeto estaría rindiéndose culto a sí mismo o a lo que dirige las modificaciones implementadas, instrumentando en definitiva la Torá para beneficio y satisfacción de sus intereses, profanándola, desvirtuando el judaísmo como tal asimilándolo secularmente a una moral o religiosamente al cristianismo, contrariando el Salmo 16:8 ejemplificando el “puse a Dios delante de mí siempre”.

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