Anthony Giddens destaca la supremacía de las instituciones en la gobernanza moderna, habiendo desplazado la autonomía individual hacia un sistema más colectivo. Pero la desmesura institucional y de sus roles jerárquicos, eclipsó el valor del perfil individual, su formación, experiencia, habilidades y logros, así como su representatividad. Max Weber identificó este ascenso de la burocracia donde las instituciones se convierten en estructuras racionales de control, conllevando a menudo la pérdida de meritocracia, la baja calidad en el desempeño y resultados de sus funcionarios, dirigentes focalizados en su autopromoción, sumado incluso a su frecuente falaz representatividad, soliendo esto observarse más patentemente, aunque no exclusivamente, en asociaciones civiles comunitarias.
Por un lado, Zygmunt Bauman, entre
otros autores, describe cómo la modernidad líquida ha
erosionado la identidad individual y el prestigio de las personalidades
esforzadas, basado en un perfil capacitado y formado específica e integralmente,
en favor de una identidad vinculada a roles institucionales ejercidos por
funcionarios o dirigentes que frecuentemente no poseen aquel perfil para un
desempeño de calidad. Este acceso a espacios de poder por mecanismos políticos
institucionales, relaciones personales, afinidades, favores y estrategias de
comunicación en redes sociales, pero sin vinculación a un perfil de excelencia basado
en competencias, conocimientos y resultados para su óptimo ejercicio, es una de
las razones por las cuales Bauman señala que la sociedad contemporánea fomenta
una cultura de irresponsabilidad y descarte, donde los individuos son meros
componentes intercambiables, independientemente de su formación o capacidad, en
el engranaje de las instituciones las cuales poseen su propia idiosincrasia a
la cual deben servir. Por ello, la priorización de la conformidad a la cultura
organizacional sobre la idoneidad profesional lleva a promocionar individuos
que se ajustan mejor para servir a la estructura y condescender con sus jerarquías,
en lugar de aquellos con la formación y habilidades más idóneas para el rol, por
sobre todo dirigencial y político.
Por otro lado, Michel Foucault analizó
cómo las instituciones tienden a ejercer un control sobre las personas,
moldeando sus pensamientos, comportamientos y percepciones, llevando
frecuentemente a la alienación del individuo, falta de sentido de pertenencia y
disminución de la responsabilidad personal. Priorizar el rol cumpliendo con las
expectativas institucionales sacrifica a menudo el valor agregado personal deviniendo
en una sensación de desconexión con uno mismo y pérdida de identidad
individual. Similarmente, la sobrevaloración del rol tiende a homogeneizar las
características consideradas adecuadas para desempeñarlo llevando a la
exclusión de aquellos que no encajan en ese molde predefinido, pero que
aportarían mayor valor. Y cuando el rol reemplaza el perfil se niega la meritocracia
empobreciendo y deslegitimando la función, como indica Peter Drucker, asignando
responsabilidades a individuos carentes de la formación y experiencia necesaria
para maximizar la calidad de la función. Sumado a ello, las torpezas,
inconductas, desmanejos e insensateces cometidas por los funcionarios o
dirigentes cumpliendo roles sin el perfil adecuado, afectan gravemente al
colectivo que dice representar, dado que se erigen o son percibidos como su voz.
Así, el sobre empoderamiento de las
instituciones y la forma de acceso al poder, principal aunque no exclusivamente
en las asociaciones civiles o comunitarias, perpetúa un sistema que favorece a
ciertos grupos privilegiados o establecidos, consagrando desigualdades y
limitando las oportunidades para aquellos que aportarían un valor agregado y significativo,
pero no pertenecen al establishment. Luego, se precarizan las esferas de poder
institucional en sus funciones reducidas a roles sin ser satisfechas por perfiles
con formación profesional especializada, habilidades integrales, capacidades
analíticas, pensamiento crítico y logros, impidiendo desarrollar óptimamente su
función. Todo ello tiene consecuencias significativas en perjuicio de la
legitimidad de la institución, en sus representados y en la sociedad en general,
coadyuvado por la dependencia institucional del individuo conllevando a menudo
la pérdida de identidad y agencia individual. No es poco frecuente que los
intereses corporativos prevalezcan sobre las necesidades individuales o hasta
del propio colectivo presumidamente representado por dicha institución. Tal
como destaca Philip Selznick, la deficiencia de liderazgos efectivos con competencias
técnicas y formación ética, capaces de combinar la eficiencia institucional medida
en objetivos con el cumplimiento de valores, produce la degradación de los
roles institucionales, potenciado por el mecanismo de promoción basado en la
conformidad y adaptabilidad a las normas organizativas y no necesariamente por
su capacidad o mérito.
Ahora bien, este problema se agrava
estructuralmente dada la falaz simplificación reduccionista de los colectivos o
comunidades en instituciones como producto burocrático, siendo a veces
asociaciones civiles cuya cantidad de afiliados no es siquiera representativa del
íntegro colectivo del cual se arroga ser su voz, desvirtuando y menospreciando
a dicha comunidad y al sentido de identidad y pertenencia de sus individuos,
por apropiarse injusta e ilegítimamente de su representatividad. Omitiendo
desde ya, las contribuciones individuales significativas de quienes pertenecen
al colectivo y que generan frecuentemente los más importantes y duraderos
legados con impacto profundo en la sociedad y que por lo general no participan de
dicha institucionalidad.
La ventaja, aunque no beneficio, de esta institucionalidad, es que, aunque falazmente, simplifica y facilita burocrática y políticamente la relación con cierta comunidad o colectivo. Toda institución suele tener estructuras y procesos establecidos permitiéndole una presencia más formal y sistemática, incluso a nivel legal, en las esferas de poder y sus procesos decisorios. Puede establecer alianzas y redes con otras organizaciones o entidades que les proporcionan apoyo adicional y una plataforma más amplia para su influencia. Posee roles y canales de comunicación organizados facilitándole hacer oír su voz de manera más eficaz que a un individuo, independientemente de la verdad, solución o aporte concreto que aquella pueda ofrecer. Todo ello simplifica burocráticamente, aunque no legítimamente, la relación con un colectivo o comunidad, aunque prescindiendo de su complejidad al presentarse como voz o postura predominante excluyendo la diversidad de visiones, experiencias y perspectivas que no se ajustan a su narrativa pero que a menudo brindan consideraciones más sólidas y valiosas. Su resultado es la distorsión del colectivo más la pérdida de legitimidad y desconfianza en las decisiones que toma en nombre de la comunidad presumidamente representada. A esto deben sumarse los recursos económicos, financieros y comunicacionales de dichas instituciones, permitiéndoles cuantiosas inversiones para difusión y posicionamiento facilitándoles una plataforma para presentarse como voces autorizadas y principales de un colectivo, incluso sin una representatividad real o bien muy cuestionable. Y aquí se incluye el poder de presión y lobby para influir en las decisiones, actividades de cabildeo para promover sus intereses, impactando en la percepción del colectivo que presumen representar utilizándolo o poniéndolo a disposición como un capital político, social y económico.
Por lo tanto, resulta crucial buscar formas de representación más inclusivas y fidedignas reconociendo la diversidad de perspectivas dentro del colectivo o comunidad demandando además la excelencia técnica y moral en sus funcionarios y dirigentes. Junto a ello, recuperar el valor del individuo perteneciente al colectivo, aunque no institucionalizado, empoderado y con excelencia en su área de competencia, aprovechando su autonomía y aporte en contenidos, procesos y toma de decisiones. Aquello que Charles Taylor denominó ética o política del reconocimiento, valorando lo colectivo y la singular calidad del aporte individual según su aptitud, profesionalidad y resultados, más allá de su rol o institucionalización. Con ello, se promoverá una representación más legítima, virtuosa y con valor agregado para toda la sociedad.