El actual conflictivo uso de la
libertad de expresión, en lo político, periodístico y humorístico, demanda
encontrar algunos criterios para establecer los límites éticos de aquella
libertad como derecho fundamental de toda democracia moderna. Y si bien
existen restricciones a tal derecho como las leyes contra la difamación, el
racismo, el discurso de odio o la incitación a la violencia, la pregunta es si
en esta extendida cultura relativista aquellos límites, no siempre clara y
distintamente definidos, son suficientes o no respecto del daño moral.
Manifiestamente resulta más difícil
establecer los límites éticos de la libertad de expresión oral, escrita o
artística que los de la libertad de acción. El "principio de
daño" de Stuart Mill, por el cual uno puede hacer lo que quiera siempre
que no perjudique a otros, es más fácil de aplicar a las acciones que a
aquellas expresiones, por cuanto las primeras dejan consecuencias físicas
corporales o en la propiedad, mientras que el daño mental o moral es más
difícil de reconocer y cuantificar.
Stuart Mill describe la libertad de
expresión como habiente de un valor consecuencialista y epistemológico. Una de
las garantías contra gobiernos corruptos o tiránicos, afirmando que cualquiera
debería poder celebrar, criticar o discutir libremente todo punto de vista.
Ponderado por brindar autonomía y dignidad personal. Valioso por la falibilidad
humana, la cual justifica la no supresión de distintas consideraciones a través
de medios coercitivos, incluso si uno cree que son falsas. De hecho, lo
cierto puede determinarse claramente cuando se le permite colisionar con el
error.
La única limitación ética para
Stuart Mill es el no dañar a otro, una advertencia que parece suponer no
refiere a meros sentimientos heridos. Es decir, la libertad es la norma y la
limitación es la excepción, y por ello la responsabilidad de la
justificación recae en quienes usarían la coerción para limitar la libertad.
Así, debería diferenciarse la injustificada obligación de mostrar respeto por
las expresiones o acciones, del justificado respeto por el derecho a
manifestarlas. En otros términos, según Joseph Raz, el derecho de libre
expresión conforma un interés como razón suficiente para mantener a los
organismos coercitivos bajo el deber de garantizarla. Esta idea del poder
ejercido legítimamente sobre cualquier miembro de una comunidad sólo para
evitar daños a otros es actualmente implementada limitando la jurisdicción
estatal sobre la conducta individual.
Dicha posición puede remontarse a Hobbes,
para quien la coexistencia pacífica sólo era posible en la sociedad humana
cuando un hombre posea tanta libertad contra otros como permitiría a estos
contra sí mismo. Y si bien su obsesión con la estabilidad política abogaría por
censurar el discurso políticamente subversivo, no dice demasiado sobre las
cuestiones éticas y morales individuales que dominan los debates
actuales. Quizás su reformulación indique que cada persona
puede restringir los derechos de otro sólo en la medida en que esa
persona quiera que se restrinjan los propios.
Luego, la propia libertad de
expresión debe ser lo primero, siempre que permita al otro el mismo grado de
libertad, aprendiendo de alguna manera, a vivir con las consecuentes heridas en
las subjetividades. Pero ¿cómo se dimensiona y limita un daño no patrimonial o moral
como la vergüenza, la angustia o el temor por la vida o por la
seguridad? Es decir ¿en qué momento la libertad de expresión que causa
este daño es inaceptable? Y ¿qué debe juzgarse, la intención del hablante o la
percepción del receptor? Y respecto de la asimetría entre el común y quien
ejerce el poder ¿es razonable la permisión de mayor libertad para las críticas
cuando sus destinatarios son políticos o funcionarios en lugar de
particulares?
Bajo el mismo criterio mencionado,
Stuart Mill responde a estos interrogantes aceptando acusar a alguien por
escrito, pero no ante una turba fuera de su casa. Y ello es reflejado en
la práctica legal moderna, procesando legalmente a las personas incluso si sus
amenazas violentas no se llevan a cabo, incluyendo la difamación, aunque no
cause daño físico, así como la difusión de información falsa, pudiendo dañar la
reputación de alguien o resultar perjudicial de alguna otra manera.
Y en caso del comediante ¿justifica los
medios el fin humorístico? Aquí cabría la máxima cuyo objetivo es permitir la
práctica de la comedia mientras se evita la imposición de entendimientos
generales de gracioso. Es decir, debería haber una instancia anterior
reflexionando sobre lo razonable de esperar que la persona a expensas de quién
se está produciendo lo jocoso, reconozca el valor del humor. La máxima parece
kantiana conservando el derecho universal a la libertad, pero también radica en
Derrida y Heidegger, reconociendo la naturaleza multifactorial de lo que es
divertido. En este caso y ante la ridiculización, el desafío es juzgar cuándo
la broma que puede tornarse ofensiva es razonable, lo cual es complejo dado que
el público la escuchará con identidades diferentes a las del comediante. No
obstante, una regla empírica para determinar lo razonable sería comprometerse
con los críticos, en lugar de asumir que la propia comprensión puede actuar
como árbitro de lo gracioso.
Otro caso del límite ético a la
libertad de expresión lo constituye cuando en lo político o periodístico, lo manifestado
es inapropiado y amenazante. Un insulto o agravio, por ejemplo, es
inapropiado en un discurso que es razonable esperar que no ocurra. Una
amenaza se constituye ante toda expresión que ponga en riesgo el bienestar o
seguridad de otra persona y por ello, cabe un más exhaustivo cuidado en las manifestaciones
de todo quien se encuentre en una situación de privilegio o ejerza un poder
desde el Estado. Ahora bien, en lo que respecta al dominio político, siempre es
posible que el agravio o amenaza sólo sea percibida por un poder dominante
opresor de la libertad de expresión. Por ello, una manifestación amenazante
como inapropiada cuya intención es socavar un poder represivo, no excede los
límites éticos de la libertad de expresión, precisamente porque actúa contra un
sistema que impide su ejercicio. Sin embargo, también cabe considerar alguna
base para los límites éticos a la libertad de expresión, cuando se abusa de
este derecho incitando a la violencia, odio, racismo e intolerancia, o manipulando
y distorsionando la realidad. Siguiendo la paradoja de tolerancia de
Popper, las sociedades que abrazan la apertura no deberían tolerar a los
intolerantes, ya que eventualmente serían capturados y destruidos por su
intolerancia.
Bajo este entendimiento y recordando
a Locke, quien sobriamente aclaró que las leyes no tienen como función proveer
la verdad de las opiniones sino la seguridad de la comunidad, los límites éticos
a la libertad de expresión serían mínimos y flexibles, cuyos principios guía
podrían ser los siguientes cinco: 1) El valor moral de toda
libertad de expresión reside en la intención, resultando por ello distinto manifestar
una opinión contraria a una ideología o religión, que agraviar el sentimiento o
pertenencia religiosa o ideológica de una persona. 2) Nadie puede ser criticado
por lo que es sino sólo por lo que hace. 3) No se debe difundir
falsedades conocidas o información que no esté plenamente justificada. 4) Debe
garantizarse total libertad para criticar informadamente a funcionarios,
gobiernos o políticas. 5) Debe garantizarse la libertad para criticar informadamente
los principios y creencias religiosas, ideológicas, doctrinarias y teorías
científicas.