Política sin Sacrificio: de nación a aglomerado

Históricamente la vida moral está dada por la capacidad de liberarse de la tendencia a la mismidad, habiendo sido instrumentada en diferentes formas pero cuyas respectivas reglas de oro refieren siempre a una ética de la alteridad. Desde el bíblico “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, y su derivación talmúdica “No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti”. Pasando por la identificación de lo individual con la voluntad general en Rousseau o universalizando la máxima de la acción bajo el imperativo categórico de Kant. En Stuart Mill, viéndose el individuo a sí mismo entre muchos para garantizar la igualitaria ponderación en la maximización de la utilidad. Para Freud, bajo la lucha entre el ello y el super-yo. Contemporáneamente en Rawls, ubicándose el sujeto detrás del velo de ignorancia desconociendo las ventajas o perjuicios individuales, al decidir los principios de justicia, evitando así que estos fueran acorde a sus propios intereses. Y recientemente según Thomas Nagel, entendiendo el bien como impersonal o neutral al propio agente, y cuyas objetivas razones en su independencia, atemporalidad e intrinsecalidad, lo justifican para cualquiera.

Bajo esta ética de la alteridad como denominador común entre múltiples y diversas escuelas, las culturas y civilizaciones, a menudo, responden a la fragilidad del pasado erigiendo monumentos, estableciendo prácticas o canonizando textos, para asegurar la perdurabilidad temporal de sus producciones y valores. Estos memoriales son cápsulas temporales para futuras generaciones comunicando que un grupo de personas persiguieron determinado objetivo más allá de sus vidas, habiendo estado dedicadas al punto de, frecuentemente, sellar con su sangre, lo que podría traducirse en términos culturales aquello que Arendt llamó “labor”. Todo lo que permite que lo fundamental de una cultura perdure a lo largo del tiempo creando una estructura en favor de todos.

Aplicado a la generalidad de la vida moral en lo social, este fenómeno radica fundamentalmente en el sacrificio del interés o deseo personal como medida altruista. Y en el caso particular de la política, esto se refleja en el deber de asociación inherente de los funcionarios públicos a los heroicos actos de las generaciones fundadoras, debiendo ser asumidos como una demanda de lealtad. Su opuesto, sería vaciar de contenido y despojar de significado aquel sacrificio, haciéndolo vano. Por ello y sobre todo en la política, el sacrificio pasado deviene en restricciones y deberes vinculantes para los funcionarios del presente. Pero actualmente lo proveniente de estas arenas, es justamente lo opuesto. Por un lado, aniquilando el significado del pasado saboteando aquellos fundacionales esfuerzos mediante impropias e ímprobas acciones del presente. Y por el otro, así como Walter Benjamin describió el hábito colonial de trasladar los tesoros antiguos de las colonias a los museos de las grandes urbes, como una sutil aunque no menos barbárica forma de preservar el pasado colonial; análogamente, quienes hoy lideran la extracción de las riquezas culturales y los hechos históricos de sus contextos y significados propios, apropiándoselos mediante tergiversaciones, incurren en la misma barbarie colonialista.  

Así, la mínima exigencia para la actual dirigencia radica al menos en salvar el pasado, mediante acciones que no lo aniquilen o tergiversen, haciéndolo vano, quedando totalmente ignorado o malversado. Pero a falta de su propia voluntad, este salvamento depende de un esfuerzo generacional compartido que así se los demande. Y aquí cabe advertir de la peligrosa confusión en la reversibilidad del sacrificio, cuyo poder es tan destructivo como constructivo el que se ordena a un valor intrínseco. Porque quien se sacrifica por un valor que así lo merece, es muy distinto a quien pretende convertir en valor aquello por lo que se sacrificó. Claramente el valor merece el sacrificio, pero el sacrificio por sí mismo no constituye su objeto en un valor intrínseco, sino sólo en un significado último que a menudo es una falsa trascendencia.

La presión de la gesta de los próceres y patriotas del pasado sobre el presente es el poder vinculante del sacrificio en las arenas políticas. Pero hoy ya no lo conforma, sino sólo para los discursos de ocasión. Se ha perdido la conexión con esa sentida deuda en pos de la continuidad generacional de una nación. Este horizonte que orienta las acciones se degeneró en lo social sobre la base de la falacia del costo hundido. El ciudadano, habiendo padecido graves consecuencias a raíz de su elección, decide buscar algún supuesto aprovechamiento pretendiendo con ello recuperar algo de dicho perjuicio, e incluso reiterando la misma decisión malgastando no sólo la oportunidad sino también su vida. Tal como la irracionalidad de quien habiendo comprado una entrada para un espectáculo que luego se percató no era lo esperado, decide ir igual perdiendo no sólo su dinero sino también su tiempo.

Y aquella radical carencia se manifiesta incluso cuando el sacrifico es por el bien de los niños, de las futuras generaciones. Así, nuestros inmigrantes que habiéndose desarraigado y transformado sus vidas para que su descendencia pudiera tener un mejor futuro, esta no sólo echa a perder dicha oportunidad sino que incluso denuesta aquella gesta convirtiéndose en personas abyectas agravadas a su vez en sus propios hijos. En términos políticos, manipular malversando la carga de un sacrificio pasado vaciándolo de significado y revirtiendo su razón de ser, es la más terrible y cruda traición a toda una tradición haciéndola perder su demanda inherente y peso específico. Porque el pasado sacrificial es el último y más poderoso recurso en los esfuerzos de una continuidad histórica.

Su impacto en el Estado es demoledor. Hobbes y Locke describieron el orden político como un ensamblado de individuos quienes por motivos racionales prefieren las condiciones de cooperación a un supuesto competitivo estado de naturaleza. Aquí los individuos entregan sus derechos naturales de juzgar y castigar al entrar en el orden político, convirtiéndose en ciudadanos garantizando al Estado el legítimo monopolio del uso de la fuerza para defenderse de ataques violentos. Así, desde el contrato social y tal como Hegel admitió, la distorsión de un Estado es cuando, fundado para salvaguardar las vidas y propiedades de sus habitantes, les demande lo contrario. Luego, toda acción u omisión que atente contra o que no resguarde las vidas y propiedades de los ciudadanos, en pos de la auto-preservación política o interés partidario, no sólo deslegitima la demanda de obediencia por parte del ciudadano a cualquier obligación impuesta, sino que además invalida la razón de ser del Estado, convirtiéndolo en el más grande altar a Molej que jamás haya sido creado, insaciablemente hambriento del sacrificio y expoliación de sus ciudadanos para sí mismo. Es decir, cuando el Estado es apropiado por el gobierno persiguiendo su propia trascendencia a costa de la de sus ciudadanos, se torna en una falsa divinidad, un ídolo. Es un Estado pervertido por un gobierno, convirtiendo a sus ciudadanos en súbditos, y con un sentido equivocado de redención que en lugar de ofrecer libertad demanda sumisión, cambia educación por adoctrinamiento, justicia por revancha e impunidad para sus acólitos más castigo a los opositores, brinda salud en función del interés y negocio político, e invierte la garantía de seguridad para el inocente por el resguardo del delincuente. Todo centrado en el auto-interés y la auto-preservación política y del poder, desertando de su fundacional deber.

Finalmente, este fenómeno esencial de la alteridad, del sacrificio como acto moral, originado en lo religioso para luego secularizarse en la ética individual, social y por sobre todo en la vida política, marca la alternativa entre una nación con dirigentes probos, creíbles y constructores de confianza en la legitimidad y validez de un orden político en favor de todos, o bien un aglomerado de individuos a las órdenes de cabecillas que rapiñan poder, privados de toda virtud anclada en lo trascendental, aferrados a su particular interés y deseo, trayendo degradación, tragedia y abandono. 

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