Durante
el siglo 17 y antes de Montesquieu, tres de las mentes más brillantes del
entonces pensamiento político, John Selden, John Milton y Claudio Salmasio,
debatieron sobre el conflicto gubernamental de Inglaterra, citando la original
bíblica división de poderes entre el ejecutivo y el judicial, diferenciando la
política de la ley.
Los
antiguos reyes absolutistas del medio oriente concentraban la suma del poder
público, tal como Hammurabi, rey babilónico del siglo 18 a.e.c., cuyas
prerrogativas reales en lo ejecutivo, legislativo y judicial estaban basadas en
su adjudicado don divino para percibir los principios de justicia. Y si bien
existían magistrados, el silencio del rey y su no reescritura del veredicto,
implicaba su necesaria aunque tácita aprobación. Contrastando con este sistema
y anterior a la democracia griega, aquellos pensadores observaron que en la
Biblia, siendo Dios el máximo legislador, delega en Deuteronomio 16-17 las
respectivas autoridades ejecutivas, judiciales y legislativas-interpretativas
en reyes, jueces, sacerdotes y asamblea
de sabios. Aquellos pensadores analizaron esta exigencia de división funcional
y autónoma de poderes, donde el ejecutivo al asumir, debía escribir dos copias
de la Ley, una para la cámara del tesoro y otra para él mismo, cumpliendo sus
estatutos y evitando arbitrariedades. Así, el liderazgo, la gobernanza y
garantía de ejecución en la administración de justicia era tarea y
responsabilidad del ejecutivo, los magistrados administrando justicia y la
interpretación autoritativa de la ley a cargo de la máxima judicatura, la
asamblea de sabios.
Avanzando
cronológicamente, en Samuel I:8, se observan ciertas tensiones sociales y la
solicitud del pueblo para imponerse un rey, pero ahora para juzgar. Dios no lo
concede aunque otorga al rey oficios más amplios. Episodio interpretado por
aquellos intelectuales como la problemática intervención del ejecutivo en el judicial,
ya que si el juez se equivocara es posible apelar, pero no la palabra del rey.
Resultado de ello fueron las excepcionales facultades judiciales
extraordinarias del rey, sin concebirlas como prerrogativas inherentes a la Ley
ni privilegios discrecionales por intereses personales, sino para salvaguardar
las bases institucionales, la estabilidad y paz social, en circunstancias
críticas tal como ante el regicidio en Samuel II:1. Luego, el concepto
subyacente es que la garantía en el correcto cumplimiento y control de las
respectivas responsabilidades institucionales y la igualdad ante la Ley,
demanda la no injerencia entre poderes, sumando una limitada facultad
extrajudicial por parte del ejecutivo ante circunstancias extraordinarias.
En
congruencia con ello, tal como indica la Ley Oral del siglo I e.c., en la
Tosefta Sanhedrín 4, tanto el rey como el sumo sacerdote eran considerados por
la Ley como gente ordinaria ante las transgresiones, salvo en casos
excepcionales por sus investiduras y el riesgo de socavar la institucionalidad.
Pero esta inmunidad soberana era concebida bajo la homilética expresión hebrea
Jabdehu veJoshdehu o “respétalo y sospecha de él”, evitando una confianza
ilimitada y tomando precauciones bajo el mismo espíritu de lo declarado por
Dalberg-Acton en el siglo 19, al concluir que el poder tiende a corromper y el
poder absoluto corrompe absolutamente. Y esta detentación de poder como
habiente de corrupción inherente, resulta patente en Levítico 4 a la hora de
instrumentar las ofrendas expiatorias, donde sólo del líder ejecutivo se
predica certeramente que transgredirá, mientras que respecto de los demás se
afirma en términos hipotéticos, siendo posible que transgredan como que no.
Incluso en la Tosefta Oraiot 2, hay una clara minoración del empoderamiento
ejecutivo al indicar la precedencia del sabio ante el rey debido al más difícil
reemplazo del primero que del segundo. En coherencia con Pirkei Avot 4, donde
el orden prioritario de las tres coronas es la Torá, representada por los jueces
y sabios, el sacerdocio y la monarquía.
Pero
los reyes como poder ejecutivo siempre supieron que dominando la judicatura,
lograban la irrestricción de su arbitrio. Ejemplificado en Samuel II:14-15,
donde Absalom, pretendiendo arrebatarle el poder a su padre, el rey David,
intenta seducir al pueblo con promesas de reformas judiciales, hoy llamadas
populistas. Luego del cisma post-salomónico, en Reyes I:21, el rey norteño Ajab
al no poder expropiar legalmente la deseada propiedad privada, pergeña un juicio
espurio contra su dueño Navot, para ejecutarlo capitalmente logrando así su
propósito. Pero contemporáneamente, el rey sureño Yehoshafat, en Crónicas
II:19, retorna al original sistema deuteronómico nombrando jueces y cortes
independientes respetando sus preceptuadas competencias. Similar a lo realizado
nueve siglos más tarde por Flavio Josefo, quien nombrado regente de la Galilea,
constituye una judicatura de 70 sabios
Así,
en el devenir político de los reinos del norte y sur, existió respectivamente
una tendencia del ejecutivo a participar de la judicatura imponiendo su interés
como inapelable palabra; y el poder ejecutivo subordinado a la autoridad de un
independiente poder judicial.
Estas
dos tendencias, abordadas por aquellos pensadores del siglo 17, se cristalizan
en la Mishná, Sanhedrín 2, interpretada por el Talmud Babilónico, Sanhedrín 19,
refiriendo a que los reyes norteños caracterizados por su insubordinación a la
ley, corrupción política y espiritual, no pueden juzgar ni ser juzgados.
Decreto surgido a partir del paradigmático caso del rey Ianai, quien
compareciendo ante la corte, sólo uno de los jueces, Shimón ben Shetaj le
comanda tal como estipula el Deuteronomio 19, ponerse de pie, pero ante la
sumisión de los otros jueces muriendo luego a manos del ángel Gabriel, se
decreta que por la insolencia del rey norteño y falta de rectitud de los
jueces, aquellos reyes no pueden juzgar ni ser juzgados. Pero este decreto no
alcanza a los reyes sureños, davídicos, siendo estos más proclives a someterse
a la Ley, razón por la cual juzgaban y era juzgados.
Lo
relevante aquí no radica en la personalidad del titular del ejecutivo, o la
eventual erosión de la investidura institucional, credibilidad o autoridad
cuando su titular comparece ante la corte, peligrando el elemento vital para
mantener el orden en el Estado. La clave se encuentra en el Talmud Babilónico,
Sanhedrín 18, donde explica que el rey, independientemente de su dinastía o
virtudes personales, no sólo no puede tener lugar en la judicatura sino tampoco
ser observador en procesos capitales, bajo el criterio de reducir al mínimo
cualquier influencia del ejecutivo en las cortes de justicia. Luego, el caso de
David sería una excepción, así interpretado por el Talmud Jerosolimitano,
Sanhedrín 2, basado en Samuel II:8, donde el no poder juzgar y sólo ser juzgado
por Dios, rige a partir de aquel rey y para todos sin distinción.
Concluyendo,
ambos pragmáticos modelos manteniendo una división y autonomía entre el
ejecutivo y el judicial en aras de asegurar la supremacía de la Ley y no del
arbitrio, garantizaban el orden institucional, la igualdad, seguridad, control
y transparencia en la administración y ejecución de los poderes. Tal como
enfatiza Michael Walzer, el modelo davídico, se enmarca institucionalmente
estando el ejecutivo sujeto a la jurisdicción de la corte, sin inmunidad
soberana pero ganando la participación en el aparto judicial con sus facultades
propias para la decisión política. Y el otro, el no davídico, carente de mutua
cooperación e independencia, tornándose autocrático, desequilibra el sistema
pero en última instancia y como mal menor, era preferible que el rey no fuera
juzgado a que éste juzgue.
En
la actualidad, estos saberes de la bíblica tradición política no sólo son
vigentes bajo formatos republicanos, sino de suma relevancia por las
sempiternas tendencias a la suma del poder público.