El suicidio no patológico es la acción u omisión por la cual consciente y por propia iniciativa uno pone intencionalmente fin a su vida, por si mismo o con asistencia de terceros. Por ello, el fumador que muere de cáncer pulmonar no es un suicida, ni quien compelido por otro da su vida por algún valor humanista o religioso, dado que no busca la muerte por propia iniciativa, sino que la asume por no renunciar a aquel valor. Hoy, la eutanasia expresa el provocarse la muerte prematura de forma indolora por razones piadosas o de decoro personal, evitando un sufrimiento en “demasía”, o para impedir el de otros. Esta práctica incluye la asistencia de terceros si es por petición, e incluso promulgando un derecho a ello, constituyendo un derecho al suicidio y más aún, la indulgencia por la coautoría, participación o complicidad en un homicidio.
Si bien el suicidio conlleva un
problema ético o moral, el asistido implica uno mayor por la intervención de un
tercero en su implementación. Y así tenemos la “eutanasia activa”, una acción
directa para acelerar o provocar la muerte prematura del paciente; y la
“eutanasia pasiva”, la no iniciación o interrupción de un tratamiento,
aparatología o nutrientes que sustentan la vida del paciente.
Queda claro que la eutanasia
activa y la pasiva son clasificaciones sólo en el modo de acelerar el proceso
de muerte, permitirla o provocarla prematuramente, y no justificaciones para
matar a un sujeto. Caso contrario, tampoco sería moralmente responsable omitir
alimentar a un hijo, o el abandono de persona u omitir insulina a un diabético.
Y no exagero, dado que
actualmente se practica la llamada “eutanasia prenatal” mediante el feticidio
lo aborto, la “eutanasia neonatal” matando al nacido congénitamente defectuoso,
extremadamente prematuro o con escasa viabilidad, evitando su “sufrimiento
futuro”, el de sus padres, o una carga para la sociedad. También se practica la
“eutanasia social”, eliminando activa o pasivamente a quien se considera afecte
la evolución étnica o social; o bien la “eutanasia criminal”, eliminando
individuos considerados socialmente peligrosos; o la “eutanasia solidaria”
matando a unos para salvar a otros, así como la “eutanasia económica” eliminando
a quien se le destine recursos “excesivos” sin una rentabilidad adecuada. Es
evidente aquí el uso operativo de “eutanasia” para justificar prácticas
homicidas atribuyéndoles un carácter beneficioso para el destinatario como para
la sociedad según el caso.
No obstante, existe la
problemática de dilatar tecnológicamente un proceso agónico incursionando en el
encarnizamiento terapéutico, mortificando artificialmente al paciente. Luego,
el comportamiento que salvaguarde la responsabilidad moral de ambos, del moribundo
y del tercero involucrado, constituyendo una verdadera muerte digna, resulta
sólo en no obstaculizar o bien desobstruir, por acción u omisión, aquello que
impide una inminente y apremiante muerte del paciente.
Así, salvo el caso de no
obstrucción, todos los demás comportan una sofisticación psicológica,
eufemismos, justificando un suicidio o complicidad homicida. Y en la relación
médico-paciente, aun un eventual derecho a quitarse la vida no debe comprometer
la obligación profesional y moral del médico, siendo la salud y la vida del
paciente su primer deber sin que se interpongan consideraciones religiosas
nacionales o ideológicas.
Este deber profesional médico más
la responsabilidad moral como individuo, hacen que el paciente bien pueda
ejercer su eventual derecho a quitarse la vida, pero dentro del dominio
particular sin violar los derechos y obligaciones de otros exigiendo la
complicidad, la transgresión moral, profesional y hasta legal de quienes
cumplen sus tareas en un ámbito hospitalario, el cual no es un asilo ni centro
para el suicidio asistido, sino un establecimiento para el diagnóstico y el
tratamiento médico.