La historia no es una entidad sino un concepto, una ciencia que estudia y sistematiza los hechos considerados más importantes y transcendentales del pasado humano. Y si bien dichos sucesos son analizados y examinados en función de sus antecedentes, sus causas, sus consecuencias, y en la acción mutua de unos sobre otros, con propósitos diversos, de ninguna manera existe una ley o principios históricos que impliquen una imposición de hechos o conductas necesarias al hombre, pudiendo además predecir su acontecer, tal como sí ocurre en la física, la química o las ciencias naturales. Tampoco la historia se conduce intencionalmente como si fuera una entidad conativa, sino que es información, cuyos hechos constituyentes tal como todo acontecer no son habientes de significado por sí mismos, sino sólo por la intención o el propósito que los motiva. Un claro ejemplo de ello son dos homicidas, un asesino a sueldo y otro quien también mató, pero para salvar a una mujer de ser violada. Aquí, si bien fácticamente hay dos homicidios, sólo la intención en cada caso resolverá su punición o no, dado que les otorga su significado.
Se tiene entonces que la historia no determina ni predice ninguna acción humana, individual ni colectiva, a diferencia de la naturaleza, en la cual sus leyes obligan a determinados procesos, pudiendo el hombre mediante su aprendizaje realizar predicciones por fuerza de la causalidad. No así en la historia, dado que el reconocimiento y el estudio del pasado no obligan ni garantizan en nada un presente ni un futuro específico. El hombre en cualquier momento puede cambiar su situación, así como la realidad de su sociedad y, por ende, determinando volitiva y desiderativamente la historia, impidiendo aprender de un hecho histórico otro ulterior. Y aquí es relevante la concepción bíblica cuando en Génesis 6:5, antes del diluvio, dice "Dios vio que era grande la maldad del hombre sobre la Tierra, y que todo designio de los pensamientos de su corazón era sólo maldad todo el día"; mas luego del aluvión universal, y aun modificando todo el mundo anterior e imponiendo Dios en este nuevo las leyes naturales, lo único que permanece constante entre dichos dos mundos es tal como dice el Génesis 8:21: "Todo designio del corazón del hombre es malo desde su juventud". Puede esto contar como antecedente más prístino de la frase de Plauto en el siglo III-II a.e.c., cuando en su obra dramática Asinaria indica que “Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit" o “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro"; luego difundido por el mismo padre del moderno contrato social, Thomas Hobbes, en el siglo XVII, cuando en su De Cive dice “Por cierto que con verdad se ha dicho estas dos cosas: homo homini Deus; et homo homini lupus (que el hombre es Dios para el hombre, y que el hombre es un lobo para el hombre.)”. La primera descripción aplicada a las conductas de los conciudadanos y respecto a lo propio procurándose el bien para sí y los suyos, mientras que la segunda a la de los Estados entre sí en cuanto cada hombre se relaciona conflictivamente con lo extraño. Ambos, Plauto y Hobbes, denotando con dicha metáfora el animal salvaje que el hombre lleva por dentro, siendo capaz por egoísmo y agresividad, de realizar grandes atrocidades y barbaridades contra su propia especie.
Tampoco es posible decir que el hombre aprende de los hechos históricos, dado que ningún acontecimiento, así como tampoco ningún conocimiento, obliga a hacer nada por sí mismo. Genocidios y atrocidades siempre han sucedido unos tras otros, y nadie mejor que un médico sabe lo perjudicial que es fumar para la salud y aun así hay médicos que fuman. Ni siquiera eventos milagrosos realizados directamente por mano divina garantizan la enmienda conductiva. En Éxodo 14:31, la generación que salió de Egipto siendo testigos de los portentos y las maravillas divinas, si bien una vez cruzado el Mar de los Juncos "Creyeron en Dios y en su siervo Moisés", tres días después protestaban por falta de agua, carne, etcétera, e incluso luego construyen el becerro de oro, demostrando que la primera declaración fue un sentimiento fugaz por el impacto de los portentos presenciados. Sin embargo, generaciones de judíos hasta el presente y que no han presenciado nada de ello ni han conocido a los profetas, por cuyas gargantas hablaba la misma providencia divina, han vivido y muerto acorde a la Torá, como Ley entregada en el contexto de aquel evento.
Con esto en mente, ¿por qué el judaísmo preceptúa siempre en sus plegarias, tanto en días festivos como laborales, recordar la salida de Egipto? Esta demanda para la memoria de dicho suceso no sólo se relaciona con el evento fundacional de un pueblo, en este caso el judío, sino con sus circunstancias anteriores y posteriores, denotando una concepción histórica o historiosófica no como mera información sino como exigencia presentada al hombre para todas sus generaciones. Por la cual, si bien no es posible enmendar los errores, el hombre no está libre de aquellos, demandando, aun cuando no garantice, su no reiteración y la insistencia en lo correcto. Así, no puede hablarse de un aprendizaje de la historia ni por ella, sino de una decisión a partir de la memoria, la cual ahora ya no se agota en la interioridad del pensamiento ni en la pasividad de algo terminado, sino que asume el pasado y demanda el dominio en la posterioridad, lo que posibilita un nuevo origen correctivo.
Esto es congruente con la definición de historia que ha dado uno de los más grandes historiadores, Edward Gibbon, quien en su Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano dijo, "Es poco más que el registro de los crímenes, locuras y desgracias de la humanidad". Si bien Gibbon tiene razón, sólo la tiene en parte, dado que también es el registro de quienes se opusieron a esos crímenes, esas locuras y esas desgracias. Básicamente es la lucha del hombre contra sí mismo, para su corrección y, por ende, la del mundo, aun cuando sea una absurda imposición como la de Sísifo, metaforizando el esfuerzo constante y eterno del hombre para un logro sabidamente fracasado desde el principio. Pero la falta de garantía e incluso de posibilidad de éxito no invalida el esfuerzo, sino, por lo contario, le otorga el más profundo significado. Tal es así que, en términos bíblicos, Dios preceptúa en el Deuteronomio 30:19 "He puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición; y deberás escoger la vida". Incluso el primer enunciado del primer tratado, Oraj Jaim, del Código de Leyes Judías, Shulján Aruj, comanda: "Esfuérzate como un león levantándote a la mañana para rendir culto al Creador", nunca asegurando al hombre poder lograrlo, pero preceptuándolo a su máximo y sincero esmero y dedicación en pos de su cumplimiento, satisfaciendo con ello su obediencia. En términos históricos modernos, Guillermo I de Orange, en el siglo XVI, precursor de la liberación de los Países Bajos de la Corona española, proclamará: "No es necesaria la esperanza para el emprendimiento, ni el éxito para perseverar".
Luego del pasado siglo y sus dos guerras mundiales, la Shoá, más diversos genocidios, totalitarismos de izquierda y derecha, Hitler y Stalin, más la barbarie e impensadas formas de sufrimiento, lo hasta ahora analizado cabe para este cuarto del nuevo siglo y los renovados surgimientos de las extremas derechas en Europa, las todavía defendidas dictaduras de izquierda en Latinoamérica y otras latitudes como Corea del Norte, populismos totalitarios de variadas cepas y otros males revestidos de derechos, hambruna, corrupción, exterminio y despojo de toda vergüenza. Todo resumido en dolor inútil, porque no se aprende de ni por la historia, sino que se decide a partir de la memoria. Por ello, la realidad no está determinada sino por nuestras decisiones, en aquello que hacemos y que conforma nuestra forma de vida a partir de la cual somos y queremos ser conocidos por otros. En otras palabras, nuestras decisiones construyen la realidad y expresan quiénes somos y a qué aspiramos. Los recuerdos y los pensamientos, las ideas y los sentimientos nos son transferibles. Estas son las condiciones fundamentales para la responsabilidad en la libertad del hombre.