Históricamente las múltiples formas de medir el progreso o grandeza de la civilización fueron la riqueza y productividad material de las naciones, la conquista de otros países y adquisición de territorios, las fuerzas militares, el desarrollo científico, tecnológico o su nivel cultural.
Pero uno de los valores que reflejó la fortaleza moral de un pueblo fue su
práctica y actitud hacia los sectores socialmente más vulnerables y dependientes.
Este, además, es el factor que mide la cohesión y responsabilidad mutua en la
sociedad, basado en la inversión de esfuerzo y medios por el bien de otros sin
un beneficio que lo promueva, sino por el propio deber impuesto como diferencia
específica entre lo humano y lo animal.
Aquí es donde tanto la cosmovisión bíblica como la secularidad según
Kant, concibiendo el accionar moral acorde al imperativo del deber y no librado
a la conveniencia o interés, enfatiza la ayuda a los más débiles, privados de
su poder físico, político o marginados socialmente. Y en el caso de los
ancianos, facilitando la superación de la pérdida física por las habilidades
adquiridas por experiencia. El obligatorio diezmo para los más vulnerables
según el Deut. 14; la remisión de deudas comandada en el Deut. 15 y Lev. 25; el
precepto de ocuparse de los pobres, desamparados y menesterosos, los cuales nunca
cesarán según el Deut. 15 y reiterándolo constantemente en los libros de los profetas,
más la devolución de la prenda u objeto de fianza a los pobres acorde al Deut.
24, fueron entre otros, la preceptualización de una conciencia social expresada
bajo el concepto de libertad y dignidad de la persona.
Y allí también la actitud hacia los ancianos de la comunidad manifiesta
el nivel de moralidad colectiva de las personas. En Gén. 18 y 24 se destaca el vocablo
hebreo “zaquén”, anciano, mencionada por primera vez en la figura de Abraham
bajo el contexto de quien en su senectud es responsable de toda su casa y descendencia.
En este patriarca se presenta el concepto de vejez en su plenitud, concibiendo el
tiempo como herramienta para lograr el objetivo de la vida. A su vez, las
recurrentes bíblicas frases como "ancianos del pueblo" o
"ancianos de Israel" son interpretadas como líderes con educación y
sabiduría designados para las tareas legislativas. Más, en Gén. 37 se dice que
Iosef era el hijo más amado de Iaakov por ser fruto de su vejez, en referencia
a que era un hijo sabio.
La síntesis entre estos conceptos, como se describe en Iov 12 y 32, es que
en los ancianos y longevos está la sabiduría y comprensión, pero no por la mera
edad sino como proceso de adquisición. Es decir, la sabiduría no viene
naturalmente, sino que se crea como resultado de acumular conocimiento y experiencia,
comprendiendo el mundo y su desarrollo.
Sumado a ello está el precepto en Éx. 20 y Deut. 5, de honrar a los
padres, aceptando su autoridad y valorando sus consejos como indica el Lev. 19,
sintiéndose orgullosos de ellos, agradeciéndoles lo hecho por nosotros,
asistiéndolos en épocas de necesidad; y como enseña Prov. 30, aun cuando no se
comportasen como es debido, los hijos no deben tratarlos irrespetuosamente.
Así, la vejez, con su disminución en la capacidad de sustento,
productividad material y alcance de logros físicos, mayor riesgo ante
enfermedades y disminución de fertilidad biológica, fue compensada con el
atributo de la sabiduría y la experiencia. Y cuando estas cualidades son
reconocidas por la sociedad, se establece una relación con el anciano no sólo
de misericordia y bondad sino de justicia.
En la cultura bíblica honrar a los ancianos signa la vejez como una etapa
de desarrollo y no un período innecesario de la vida condenado a la marginación
social, después del pico de productividad.
Si bien hasta no hace muchos años, la estructura familiar era clara y
definida, siendo los abuelos el centro de la familia, el actual lema “el mundo
es de los jóvenes” y el desmoronamiento del entramado familiar, cambió la
relación entre las generaciones aislando funcionalmente a los ancianos,
concibiendo la vivencia de la vejez como contradictoria de la juventud, esta
como apertura y aquella como negación.
Por ello, el rescate de la cultura bíblica hoy resulta necesario, no habiendo
separación entre los días de la vejez de la totalidad de la vida, ni del
anciano frente a la comunidad, considerando la vejez como parte integral del
curso de la vida y del tejido de la familia y la comunidad. Si como dice Prov.
17 y 20, el esplendor de los ancianos es su madurez y los hijos de los hijos, y
la corona de los jóvenes es su fuerza y sus padres, debemos asegurarnos
mediante adecuadas políticas sociales de hacer que nuestros mayores no sean superfluos.
Es por ello que la sociedad debe integrar a los ancianos mejorando su
calidad de vida y desarticulando el edadismo institucional, interpersonal y
autoinfligido, que los excluye, aísla, infantiliza, vulnera e invisibiliza.
Resulta necesario explorar cambios estructurales en el marco de las políticas
sociales con efectivas medidas laborales proactivas y adaptativas, protección
social más cobertura sanitaria de calidad y universal.
Y esto no se logra con meras declaraciones ni leyes o convenciones que
promulgan derechos de la ancianidad nunca cumplidos, cuya evidencia son los
míseros haberes jubilatorios, marginación laboral, asistencial y social. Sólo
ocupándose de dar a la vejez distintos nombres como tercera o cuarta edad, edad
de oro, edad de plata o con banalidades coyunturales que suenan a ocupación. En
las fuentes bíblicas, el anciano es llamado en hebreo por su nombre “zaquén” o
“seibá”, expresando su esencia, experiencia, perseverancia en soportar las
dificultades y valor. No se pretende evadir la ancianidad con eufemismos dado
que no es un marginado, ni tampoco los ancianos intentan grotescamente emular
conductas juveniles. Allí, y a pesar de las dificultades, hay respeto por el
anciano, tiene una ocupación social y comunitaria manteniendo su autonomía o
bien dignamente sustentado por la comunidad ante la no
autosuficiencia. Se respeta a sí mismo por su experiencia, sabiduría y su vida
pasada, por todo lo cual en Lev. 19 se preceptúa incorporarse ante la senectud
y honrar la presencia del anciano.
En la tradición bíblica se habla de la generación de la destrucción, en
la que aumentará la insolencia del joven hacia el anciano. Pero también en
Zacarías 8 se presenta una generación de redención en la que ancianos y jóvenes
viven complementándose, como una vasija nueva y fuerte llena de excelso vino
añejo. Y todas estas enseñanzas las obtenemos porque Moisés recibió la Torá en
el Monte Sinaí y se la transmitió a Ieoshúa y éste a los ancianos y los
ancianos a los profetas y estos a los sabios de la gran asamblea. Por lo tanto,
si no fuera por el rol de los ancianos no tendríamos el legado de nuestros
antepasados. Tal como reza un texto homilético judío del siglo IV e.c., Bereshit
Rabá 42, si no hay niños no hay estudiantes, si no hay estudiantes no hay
sabios, si no hay sabios no hay ancianos, si no hay ancianos no hay profetas y
si no hay profetas Dios no puede posar su Providencia entre todos ellos.