El humanismo, como indica Ieshaiahu Leibowitz, representado arquetípicamente en Lev Tolstoi, necesita ser cosmopolita debido a que no centra su interés en las obligaciones y prohibiciones de un grupo humano específico, sino en toda la humanidad como tal. De allí que el humanista necesariamente debe ser pacifista, significando que el individuo como ser humano es el valor supremo, no reconociendo ninguna causa que amerite, permita y a fortiori obligue sacrificar su vida o la de otros. Por ello, el humanista debe también ser al menos en teoría, anarquista, por cuanto no reconoce ningún gobierno por sobre el individuo, implicando a su vez el ateísmo dado que desconoce la absoluta soberanía de Dios, sin otra que la de sí mismo.
Es por ello que, lejos de esta doctrina, aunque
no en su antípoda, la cultura normativa bíblico-talmúdica, en su realismo, por
cuanto su regulación debe cubrir casi todas las áreas de la acción humana,
reconoce la guerra como un acto en su existencia no enmendada y mucho menos
perfecta. Este corpus normativo que aborda el mundo no como un futuro utópico
sino tal como es, para que en éste el hombre pueda rendir culto a Dios, debe
legislar en dicho respecto concluyendo en algunos casos la legalidad de ciertas
actividades, pero su incorrección ética acorde a los tiempos. Dentro de
aquellas acciones se encuentra la justificación de la guerra y su regulación
conductiva, lo que en el derecho romano se conoce como jus ad bellum y jus
in bello.
La primera razón bíblica para justificar el uso de la fuerza militar es
la regla de legítima defensa, extrapolada de lo personal a lo colectivo,
proveniente de la ley de persecutor, originada en Éx. 22:1, Lev.
19:16 y Deut. 22:26, la cual según el Talmud, Sanhedrín 72-73,
resulta un deber matar a quien atente conscientemente o no contra la vida de
uno, facultando extensivamente a un tercero que perciba dicha situación y que
no pueda neutralizar al persecutor de otra forma. No obstante, la lógica de la
guerra, distinta a la defensa personal implica una regulación propia, según la cual existen las categorías bíblicas de guerras obligatorias o permitidas, cada una con sus
propias normativas como se indica en el Talmud, Sotá 44 y en
referencia a Samuel I:4;31. Las primeras, en cumplimiento de un mandamiento
divino específico, como la destrucción de Amalek o la conquista de la tierra de
Canaán; mientras que las segundas, son emprendidas por cuestiones defensivas,
territoriales o preventivas. Estas últimas, regladas por Maimónides,
sólo contra pueblos beligerantes y con evidencia de
actividad hostil.
Así, y dado lo metodológicamente impropio de discutir la normativa
divina ante las guerras obligatorias, más allá de las discusiones entre
expertos como Michael Walzer, David Novak y Aviezer Ravitzky, sólo en
referencia a las guerras permitidas, las de carácter ofensivo no sólo necesitan
cumplir tres requisitos, dos de los cuales son la aprobación del titular del
poder ejecutivo o en su defecto judicial, más el consentimiento de la Asamblea
de Sabios (Talmud, Sanhedrín 29b), sino que sólo es
justificable ante un estado previo de beligerancia.
Luego, las guerras, siempre sujetas a
restricciones, están autorizadas como ofensivas sólo contra beligerantes o en
defensa propia, incluyente de la obligación de ayuda por parte de terceros
hacia el inocente o agredido injustamente. Y bajo esa misma lógica, las
deliberadas muertes que tienen lugar en esa guerra, si no se basan directamente
en necesidades inmediatas de autodefensa, son consideradas ilegales o crímenes
de guerra. Más, en la ley bíblica, previo a cualquier acción militar ofensiva
contra un enemigo beligerante, existe el deber originado por el Deut.
20:10, de agotar los medios para llamar a la paz, preceptuando también en Núm.
21:21-26, negociar y explicar los objetivos del conflicto y su legitimidad.
Dicha petición de paz debe permanecer incluso durante la guerra, orientada a
evitar la escalada de hostilidades, permitiendo planificar racionalmente su
costo y las virtudes de la paz. De hecho, ante el fracaso de toda negociación y
al sitiar una ciudad, está prohibido tal como indica Najmánides, hacerlo
herméticamente, sino siempre dejar lugar para que los habitantes huyan salvando
sus vidas. Esencialmente, la tradición bíblica prohíbe la noción del asedio y
el uso de civiles como rehenes, permitiendo a los no combatientes huir, aunque
también detener los suministros a una ciudad sitiada con el fin de reducir
toda incursión militar. Los ataques permitidos en la guerra, entonces, serían
contra objetivos militares específicos y contra la capacidad económica bélica,
promoviendo además eventuales represalias por atrocidades cometidas disuadiendo
al enemigo y a otros de tal conducta en el futuro.
Debido a que la visión bíblica entiende que en la guerra existe, a
diferencia del caso personal, matanzas involuntarias y por supuesto indeseables
de civiles inocentes, se ordenan reglas para prevenir ciertas tácticas que
violan las normas de la adecuada conducta militar. Ejemplo de ello es la
prohibición de exponer al enemigo a un sufrimiento indebido, demandando piedad
para con este y la abstención de participar en actividades innecesariamente
crueles, el saqueo o la violación de mujeres. Más, si las acciones bélicas por
parte del Estado violan estas leyes bíblico-talmúdicas, queda prohibido ayudarlo
en su actividad militar, sirviendo por ejemplo en sus fuerzas armadas o
financiándolo. Moisés Feinstein, una de las autoridades legislativas
judías contemporáneas, indica en este sentido que ante la inexorable
ocurrencia del intencional mal violento, la respuesta debe ser detenerlo; en su
defecto reprender al hacedor o como mínimo negarse a ayudarlo.
Más, ante la desproporción en las fuerzas beligerantes, el Talmud, Shevuot 35b, prohíbe
explícitamente la guerra cuya tasa de bajas supere una determinada proporción
de la población. Esta limitación de la ley de autodefensa resulta relevante
dado que nunca puede justificarse una guerra categorizada como permitida, que
pueda conllevar la aniquilación de alguna de las partes. Por ejemplo, ante
un ataque nuclear.
Claramente se observa que, desde la cosmovisión bíblica, el uso de la
violencia al servicio de lo que es justo está permitido. Por ello, en el
código de leyes judías, Shulján Aruj, tratado Oraj Jaim 329:6,
se ordena incluso el uso de la fuerza durante el Shabat en respuesta a una
amenaza de invasión. Así, desde el pragmatismo y no desde la ética
teórica, el pacifismo ateo o teológico no es la respuesta al mal en todas las
circunstancias. En casi todas las situaciones en las que la ley bíblico-talmúdica
permite la violencia para evitar que ocurra un mal o para detenerlo, ordena que
se use la mínima cantidad que logre dicho objetivo. Por lo tanto, si uno
puede impedir que un asesino cometa su crimen sin el uso de fuerza letal, esta
será entonces prohibida, y ciertamente es preferible frenar a los
combatientes sin usar violencia física. No obstante, y si bien la
violencia es el último recurso, cuando ninguna otra acción es suficiente
aquella no sólo es aceptable sino obligatoria. En suma, desde el derecho
bíblico-talmúdico resulta tan importante examinar las causas en los conflictos
armados como tener en cuenta la prevención de la escalada bélica conducente a
un mal mayor, pero considerando siempre y seriamente el necesario uso de la
violencia en favor del inocente o agredido inicuamente, dado que la justicia
penal no sólo es perseguir, controlar y punir la actividad criminal y al
eventual victimario, sino también prevenir potenciales futuras víctimas.
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