En la cultura bíblica existe un llamado a considerar
toda persona universalmente igual a otra por ser creada a imagen y semejanza divina
(Gén. 1:26). Pero esta igualdad es interpretada en términos de capacidad de
comprensión y discernimiento, cualidades intelectuales no muy igualitariamente desarrolladas
entre las personas. Análogamente el Talmud, Sanhedrín 37a, describe la
diferencia entre quien acuña muchas monedas de un mismo molde, pareciéndose
unas a otras, pero Dios, crea a todos los hombres bajo la estampa del primero y
ninguno parecido a su prójimo. Luego, si los humanos son iguales en ser
habientes de las mismas capacidades, pero desiguales en dichos atributos
fundamentales, difícilmente puedan colegirse presuntas implicaciones sociales
en términos de igualdad en la distribución de riquezas. Porque dicho caso, presupondría
no sólo una igualdad universal de habilidades intelectuales, sino también de fortalezas
físicas, destrezas, aptitudes y potencialidades más un igual número de miembros
en cada familia, entre otras muchas variables las cuales deberían ser mutuas e idénticas.
Tal estado y situación no sólo es contario a la naturaleza sino al propio designio
del Creador. Al respecto, Aarón Levine enfatiza que la responsabilidad bíblica
hacia el pobre no radica en la redistribución del ingreso sino en el desarrollo
de los factores económicos y laborales que redunden en su favor.
En la misma
línea David Novak, afirma que, la distribución social de la riqueza para la
satisfacción de las necesidades materiales de sus miembros no puede considerarse
justa siendo conducida sobre la base de una estricta igualdad aritmética,
basada en aquella quimera que predica una universal igualdad humana. Por ello,
dos versículos que parecen contradictorios son los que rectifican la cuestión
de la pobreza dentro de un mundo real y no utópico. Estos son los que preceptúan
“que no haya necesitado en ti” y “Pues el necesitado no cesará del
seno de la Tierra; por eso Yo te ordeno diciendo: ciertamente abrirás tu mano a
tu hermano, a tu pobre y a tu necesitado en tu tierra” (Deut.15:4-11). Definiendo
al necesitado como quien ha empobrecido repentinamente por alguna circunstancia
comercial o financiera, a diferencia del pobre quien por razones inespecíficas padece
una pobreza crónica, el “en ti” es reglado legalmente como debido a ti. Es decir,
que tus acciones no sean la razón para la pobreza de otros y así, a cada uno le
concierne no sólo la responsabilidad individual sino también la social de sus
acciones. Luego, si bien habrá siempre quien no pueda trabajar o padezca circunstanciales
penurias económicas o cuya condición sociocultural o económica sea de pobreza,
cada uno debe velar por sus propias acciones siendo responsable para evitar la
pobreza en otro. Para eso la preceptualidad bíblica establece normativas
sociales destinadas a prevenir toda exagerada disparidad socioeconómica y su
consecuente inestabilidad disruptiva, típico problema de las modernas sociedades,
hasta ahora no resuelto. Leyes de préstamos, de porcentajes de donación obligatoria,
remisión de deudas y liberación del producto agrícola cada 7 años, ley del
jubileo y propiedad privada, otorgamiento de empleo, rescate de cautivos por
razones económicas, especial amparo para el huérfano y la viuda, etc.
Todas
estas entre otras muchas, ubican la responsabilidad de la iniciativa para con el
pobre o necesitado en el habiente como donante más que en aquellos como
recipientes. Como indica Immanuel Jakobovits, en la bioética judía no es el
pobre o necesitado quien extiende su mano pidiendo limosna, sino que por ley es
el donante, quien abre su mano, pero para que aquel pueda ayudarse a sí mismo. Y
como enfatiza Isadore Twersky, todo ello basado en una obligación legal que
patentiza la responsabilidad social del individuo, no librando la ayuda al
pobre o necesitado a la dependencia de la caridad o filantropía. La bíblico-talmúdica
justicia social, como concluye Leo Jung, no es producto de la generosidad, dada
su naturaleza unilateral, sino una demanda legal de mínima cooperación recíproca
en favor de una individual y colectiva mejor calidad de vida. Una interrelación
de mutua garantía (Talmud, Sanhedrín 27b), donde sin adherir a ninguna ideología
como sanadora universal de las aflicciones sociales, se establezca el proceso
de toma de decisiones conducente a la menos inicua distribución de la riqueza. Sin
abogar por el pobrismo como virtud, ni militar por un utópico, deshumanizante y
expoliador igualitarismo económico-social, la bioética judía se ocupa
concretamente y mediante obligatorias políticas sociales, de proveer a todos
los miembros de la sociedad los recursos suficientes en bienes y servicios para
sus necesidades básicas (Deut. 15:7-8; Talmud, Ketubot 67b). Siendo estas, como
indica Maimónides, aquellas relativas a la subsistencia y bajo la obligación recíproca
por parte del pobre o necesitado de demostrar su situación por razones ajenas o
de fuerza mayor.
En la cosmovisión bíblico-talmúdica, la pobreza es un mal dado
que repetidamente afirma que sin las necesidades básicas materiales satisfechas
la persona no puede dedicarse a su bienestar espiritual (Mishná, Avot 3:17). Siendo la
pobreza además destructiva y humillante de la condición humana (Prov.10:15; Talmud,
Brajot 6b), al punto de ser un factor junto a la idolatría y la maldad, que priva
a la persona de actuar bajo su propio discernimiento y voluntad más la divina (Talmud,
Eruvín 41b). La pobreza es incluso considerada una desgracia mayor al conjunto
de muchas otras (Éxodo Rabbá 31:14), y la remanida expresión de que la pobreza
no debería serlo, es el consuelo que ofrece quien se encuentra bien. Por ello,
la ayuda al pobre es considerada en la bioética judía como su rehumanización. Pero
dicha ayuda no es una redistribución de la riqueza, expoliando a unos para
otorgarle a otros, ni promocionar la caridad y asistencia como un modo de vida aceptable
y legítimo, tal como acontece en múltiples sociedades modernas, expandiéndolo fuera
de las capacidades financieras del estado e instrumentándolo como clientelismo
político.
Resulta evidente que el realismo de la bioética judía
aporta la noción de una igualdad extrínseca prescriptiva y no intrínseca descriptiva.
A decir de Sol Roth, debo tratar al otro como un igual en ciertos respectos más
allá que lo sea o no, pero sin caer en la construcción teórica y ficción legal de
una igualdad universal, independientemente de la realidad, porque conspira
contra la excelencia y mejor calidad de vida individual y colectiva. Esta igualdad
prescriptiva es reflejada también en Habrá una misma Ley para ustedes, para
el prosélito y para el nativo así será, ya que Yo soy el Eterno Dios de ustedes
(Lev. 24:22). Una misma ley para todos teniendo la misma obligación de cumplirla,
pero considerando el eventual trato individual y específico ante la misma para balancear
la desigualdad fáctica natural o producida social y económicamente entre las
personas, mediante políticas tendientes a producir la mayor cohesión y harmonía
social posible. Esto es, la ley debe ser atemperada por la virtuosa rectitud
para el logro de justicia. Contrariamente, de no realizar las consideraciones acorde
a estas diferencias, el principio fundamental de justicia como equidad se comprometería
seriamente. Esta antigua sabiduría aplicada a los problemas contemporáneos se
traduce en salir del modelo pobrista, asistencialista y deshumanizante en favor
de uno desarrollista, productivo y rehumanizante, más la aplicación de una
justicia eficaz en su implementación, pero equitativa en su criterio, como
principales desafíos de todo estado y gobierno en una sociedad política.
Justicia Social: aportes de la bioética judía
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