Humanidad en el Acto Médico

Actualmente las definiciones están tan indeterminadas, viciadas y tergiversadas en subjetividades, como las palabras sobrecargadas de sentimientos y alusiones, mezclándose con asociaciones culturales locales, perdiendo frecuentemente el objeto al cual están llamadas a designar. Por ello y para evitar equívocos y ambages, muchos encuentran refugio en el lenguaje técnico-científico, ciertamente logrando objetividad, aunque extrapolándolo y tornando en algoritmo la relación con el otro.

Como condición, el pensamiento obedece a la palabra, es tributaria de ella, y por eso su uso puede ser un medio atravesado por la intención del pensamiento trasluciéndolo, o bien un obstaculizador enturbiándolo y opacándolo. Y aquí ciertos vocablos que comandan nuestros pensamientos y actos son claves: “existe” y “hay”. El “hay” es deliberadamente indeterminado en su sujeto, anónimo y cosificado; no denota un sustrato, una sustancia, como sí lo hace el “existe”. Dicha ausencia del sujeto en el “hay” no es porque aquél sea desconocido, sino debido al deseo de indiferencia respecto del existente. Entonces decimos “hay” en lugar de “existe”, evitando el compromiso del “existe”, porque el “hay” nos distancia, nos coloca fuera y sin injerencia en lo que acontece, haciendo que suceda más allá de mí. El “existe” afirma una responsabilidad debido a que nos abarca, nos torna suyo. Luego, si bien éstas son dos maneras de manifestar la verdad, debemos decidir en la relación médico-paciente cómo deseamos manifestarla. Ser descriptos y tratar al prójimo como sujeto u objeto sujetado. Si abordamos al prójimo como un ser, un existente, relacionándolos con él como sujeto que demanda mi responsabilidad; o como un “hay” indistinto, un objeto, una patología, un órgano que padece una anomalía o disfuncionalidad.

Los existentes demandan responsabilidad por el otro y del otro, por ser una aproximación al sujeto, no al órgano, abordando una libertad, un individuo no sometido a un rol basado en su patencia, su clase social u otra que denote una relación de poder entre roles. En una sociedad donde el hombre tiene obsesión por el poder que a su vez lo absorbe, cosificándolo en colectivos y reduciéndolo a una relación de representaciones colectivas compitiendo en poder, sindicatos, gremios, corporaciones y asociaciones, la relación médico-paciente resulta en una de derechos entre gremios profesionales y derechos civiles, pero no entre un hombre que, a través de su conocimiento y vocación, como dijo el afamado clínico francés Émile Achard, “sana a veces, mejora frecuentemente y acompaña siempre”. Esto es, se posee en común pero no se es en común ya que falta la comprehensión, que no es saber, entender o pertenecer, sino ponerse a la par. Se trata del encuentro entre dos sujetos y no del ejercer poder uno sobre otro objetivado, como el médico para con el paciente en su abordaje cosificado, o el paciente para con el médico en su demanda como funcionario al servicio de su deseo. Y así como el rostro no se agota en un ensamble de nariz, boca, ojos, etc., incluyendo ciertamente todo aquello, pero adquiriendo significado de rostro por la dimensión dada al percibir un ser, el acto médico incluye todos los tecnicismos, pero adquiere significación cuando cumple con la humanidad en el sujeto captado como un todo. Abordar al otro no como un ser flotante y arbitrario, sino como un igual, un yo mismo en el otro, y por ello comprehendiendo su padecer haciendo que sea mi primer padecer.

Todo depende de la posición en la cual nos colocamos. Reconocer al otro en una relación sujeto-objeto o sujeto-sujeto. Una relación del “hay” entre representaciones colectivas, o en una relación del “existe” entre un ser y su prójimo. Consideramos que el contenido hace posible la comunicación y nos limitamos a diagnosticar y recetar; o consideramos que la comunicación hace posible el contenido en común y percibimos al otro como un ser que padece y lo abordamos desde su integralidad y humanidad. Así, el acto médico puede ser un acontecimiento entre uno y otro, un intercambio de servicios, una contingencia; o una comprehensión de uno en otro, en la cual radica su vocación y donde su saber no es un poseer que lo hace dueño, sino un justificativo de su capacidad de ser en común con el otro.

En la posición del “existente” varios dilemas se resuelven, porque ya no importa si hablamos de acción u omisión cuando cualquiera de ellas deviene en la prematura muerte del sujeto, dado que la intención es matar más allá de su implementación accionando u omitiendo, lo cual no oficia de justificación. Aquí, ya no es relevante si definimos al hombre como esencia o existencia, si lo humano obedece a características esenciales y diferenciales de otros animales, u obedece a un conjunto de propiedades y capacidades diferenciales adquiridas. Ya no hay conflicto entre el ser humano nacido o no nacido, porque son consideraciones fenoménicas, morfológicas o madurativas en un mismo ser humano vivo por su propio genotipo, quien saldrá del útero a los nueve meses y morirá en su ancianidad. Por ello, desde la concepción, como punto de comienzo y hasta la ancianidad y muerte como punto final, hay un proceso continuo de vida humana sin un punto de inflexión objetivo y racional en la categoría de ser humano más allá de cómo se muestre.

Ya no deviene relevante el estatus jurídico del ser humano, persona o no persona, si es poseedor de derechos o no, porque ya no es un objeto o representación sino un sujeto, un igual a mí y mi empatía con él trasciende todo intelectualismo en mi acto médico que se da en lo íntimo con él. Ya no es posible hablar de un estado comatoso, mórbido o de consciencia y motilidad suspendida, como cuerpo objeto biológicamente viviente; sino de un sujeto a resguardar en circunstancias por las cuales aun cuando no pudiera sanarlo, no tengo autoridad para violentarlo.

Este cambio de paradigma en la relación médico-paciente, más integral y holística sin por ello ser menos técnica, implica romper con el homo incurvatus in se, con la ética del self y una sociedad extraviada que traiciona su propio objetivo, promoviendo un Estado que frecuentemente contradice su principal finalidad como instrumento para la defensa y garantía del sujeto bajo su espectro de poder. Ya no es autonomía, sino heteronomía. Evitar hacer del sujeto un objeto, no obrando según la facultad apetitiva o desiderativa, prohibiendo el uso instrumental entre individuos como objetos. Estar a la par del otro, sin por ello incapacitar al hombre para tomar decisiones ni cercenando sus libertades individuales, sino todo lo contario, donde la decisión del sujeto es la más radicalmente libre por ser independiente de su utilidad o conveniencia, sin estar su decisión confinada a sí mismo.

El gran Maimónides, rabino, médico y legista del siglo XII consideraba a la medicina como el “…conservar el cuerpo sano e integro como mandamiento divino, sin olvidar que todo enfermo es un doliente, tiene el corazón agobiado, debiendo el médico ocuparse del paciente como un hombre”; y rezaba antes de atender “…Asísteme Ds Todopoderoso a ver en el enfermo, en quien sufre, sólo al hombre como criatura de Ds”. Setecientos años más tarde, el considerado padre de la medicina moderna, William Osler, aseguraba que “Es más importante saber qué tipo de hombre tiene una enfermedad, que saber qué clase de enfermedad tiene un hombre”.

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