El jurista Alexander
D’Entrèves, uno de los más importantes filósofos liberales italianos del siglo
XX, definió socialmente la noción de Estado como un fenómeno político omnipresente
con un poder imperativo e irresistible, asumido por la sociedad, casi de manera
familiar y como parte de lo dado. Esta natural aceptación de un Estado se da aun
cuando a través de las instituciones organizadas bajo su égida y actuando en su
nombre, se impacta crítica y dramáticamente en las conductas, conciencias y
vidas individuales y colectivas en ámbitos tales como la educación, sanidad,
seguridad, libertad y toda otra actividad personal o social considerada como
política pública y por ende de su competencia. En este sentido, existe una
considerable apatía respecto de la legitimidad de tales intervenciones, contrariando
lo postulado por Everett Dean Martin, uno de los más grandes educadores
liberales, para quien el Estado, si bien necesario, implica el constante celo
por la extensión de su poder y ejemplaridad de sus funcionarios, garantizando
la libertad y su ser modélico, siempre amenazados por sospechosos patriotismos y
paternalismos. Así, cuando el Estado deviene destructivo en sus propios fines debería
ser un derecho y un deber del hombre libre reestablecer un orden que cumpla con
aquellos.
Pero esta
crítica basada en la razonabilidad y justificación del Estado no es semejante al
anarquismo donde como dijo el teórico político y ecónomo, Piotr Kropotkin, el
Estado es un obstáculo para una existencia social supuestamente más igualitaria
y libre, pautada por acuerdos independientes y mutuo apoyo. Por lo contrario,
el foco no se encuentra en las autoridades revestidas de poder estatal, sino en
sus decisiones sobre la sociedad cuando en lugar de ser en favor de esta, son funcionales
a sus intereses personales y partidarios perpetuando la concentración de su propio
poder. Y para lograrlo, empleando una variedad de métodos para infundir o reforzar
hábitos de lealtad, obediencia y cumplimiento entre la gente, así como medios
excusatorios, manteniendo una actitud apática por parte del pueblo y en el más
favorable de los casos, uno de apasionada aceptación. El estadista que explicitó
más patentemente esta idea estatista fue Shang Yang en el siglo IV a.e.c., quien,
habiendo impuesto la meritocracia en la estructura administrativa estatal, advirtió
que un Estado fuerte en el sentido de dominante en su omnipresencia y omnipotencia
significa un pueblo débil, y por ello la necesidad del primero en lograr la mayor
intervención y dependencia posible en el segundo. En términos modernos, una premonitoria
aproximación a los regímenes autocráticos y totalitarios contemporáneos, los
cuales no necesariamente buscan imponer el total control de la vida social e
individual, sino rechazar toda forma de crítica que pueda constituir un desafío
a sus decisiones y actos. Dicho fenómeno es manifiesto en Estados teocráticos del
oriente medio, así como en regímenes socialistas y otros autoritarismos donde
la religión como la ideología respectivamente, son alienadas para cumplir un
rol fundamental inculcando obediencia absoluta al Estado y sus representantes,
y donde la noción de ciudadano es la de un crédulo admirador obediente, narcotizado,
como índice patriótico y de fidelidad, legitimando aquel orden político.
Y aquí la pregunta
fundacional es por el límite de obediencia sin caer en el caos, la violencia y
la anarquía. Para ello es posible recurrir a dos visiones del Estado, una moral
y otra amoral.
La esencia de un
Estado amoral es la idea por la cual el poder político se encuentra autojustificado
en su origen y continuidad, no necesitando ni intentando legitimarse mediante autoridades
o fuentes externas ni mediante sus actos. El mero hecho que las personas corporizan
y empuñan un poder político es considerado en sí mismo evidencia suficiente
para legitimar el establecimiento del orden actual. Básicamente, la última fuente
de autoridad política de un Estado amoral es el escrutinio del dictamen social mayoritario
respecto de quien desea tomar y ejercer el poder o control. Estos Estados son las
típicas democracias formales, pero no sustanciales, las autocracias individuales
o corporativistas, así como las tiranía de masas, donde la voluntad del individuo
o colectivo dominante da al Estado su fuerza motivadora y sirve como fuente de
demanda soberana y omnipotente. En todos ellos la soberanía del Estado no es
sino la voluntad del gobernante revestida de delegación de voluntad popular y
por ende la ley es el Estado, y éste, donde el ciudadano encuentra las condiciones
de su existencia y presunción de sus libertades. Similar a lo que
un milenio antes que Thomas Hobbes, el emperador Flavio Justiniano conceptualizó
declarando que todo lo que le es deseado al príncipe tiene fuerza de
ley, ya que el pueblo romano, por la lex regia promulgada acerca de su imperium,
le ha entregado todo su poder y autoridad.
Por otro lado, la concepción moral del Estado propone que la autoridad y poder debe ser justificado únicamente en la medida que sirve a propósitos éticos y son cumplidos y ejercidos en conformidad a los estándares de conducta establecidos. Aquí, la legitimidad del Estado y su ejercicio del poder político se basa en fundamentos morales, justificando la obediencia al Estado únicamente en la medida que su autoridad es aplicada consistentemente con los imperativos morales y pautas éticas que derivan de las fuentes que trascienden al Estado y sus instituciones. Este es el caso típico de las democracias sustanciales. Pero como advierte Benedetto Croce, debe prestarse una rigurosa atención para que, al establecer los fundamentos éticos constitutivos del Estado moral y la ejemplaridad en la conducta y actos de sus gobernantes, sus adversarios políticos no sean considerados como adversarios morales mereciendo la condena social y por ende tendiendo al fundamentalismo. Por eso, en estos Estados se postulan principios autónomos y unánimemente aceptados por toda la sociedad cuyo cumplimiento riguroso se demanda a sus funcionarios, quienes ante su transgresión o encubrimiento deben ser severamente sancionados. Y cuando aquellas transgresiones devienen masivas, se pierde toda invocación a la autoridad y poder, dejando de justificarse la existencia del Estado y la legítima demanda de obediencia. Y aquí cabe enfatizar la diferencia entre expresión mayoritaria en la elección de los gobernantes y los autónomos estándares éticos y morales que deben ser estrictamente respetados. De lo contrario, si estos últimos fueran deducidos como la voluntad popular expresada en un proceso electivo, las mayorías, cada una a su turno, explotarían el poder del Estado para sus propios propósitos totalmente ajenos a aquellos para los cuales originalmente debían ser empoderados. Y así, deviniendo el Estado en uno amoral. Esta sutil, aunque primordial diferencia es, en definitiva, aquella por la cual el Estado propiamente constituido representa la confianza pública inviolable cuyo abuso no puede ser justificado, en ninguna circunstancia ni bajo ningún concepto; o bien el Estado deviene en la mera estructura de poder disponible para ser apropiada en provecho propio, corporativo o partidario.
Como conclusión, para la constitución de un Estado moral deben establecerse y regir, clara y unívocamente, ciertos principios básicos cuyo propósito justifica su existencia, más la garantía por la cual se sancione gravemente a quienes los transgredan. Sólo esta diferencia evitará abusos de autoridad y poder haciendo del Estado no un botín con privilegios para servirse de éste, sino un instrumento que satisfaga las demandas para las cuales ha sido instituido.