Un adagio talmúdico enseña que quien tiene 100 quiere 200, refiriendo a que los deseos pecuniarios difieren de las necesidades en que son ilimitados, siendo mejor visto lo más a lo menos. En el tratado talmúdico de Sucá 52, este impulso desiderativo al dinero, a la riqueza, respecto del cual quien menos tiene más quiere y quien más tiene más quiere, es considerado diferencialmente de otros como el sexo respecto del cual, cuanto menos se tiene menos se quiere, y cuanto más se tiene nunca se sacia. También respecto del alimento, del cual cuanto menos se tiene más se quiere, pero quien más tiene menos quiere. Así, principalmente el impulso por la riqueza, sin el carácter ético forjado para su consecución, incremento, uso y sostén se torna inexorablemente voluptuoso, insaciable, alimentando incluso un miedo ilógico de nunca tener suficiente. Y, asistido por la autoindulgencia que otorga la opulencia, eclipsa a su habiente o perseguidor respecto de sí mismo llegando a entregar su propia vida por ello tal como manifiesta la exégesis al Deuteronomio 6:5; lo ciega ante las necesidades de otros (Deut. 15:9); ante su obligación para con el otro (Deut. 24:15) y ante la moralidad del método usado para adquirir o incrementar dicha riqueza.
Es en este sentido que la cultura bíblica
a través de sus preceptos provee un marco legal que permite distinguir las
necesidades de los deseos y usar toda riqueza de forma moral y justa. El Talmud
en Shabat 10, mediante una alegoría respecto del momento en que la
persona come luego de despertarse, refleja su capacidad para limitar sus deseos
materiales o postponer las gratificaciones resultando en indicadores de control
espiritual o autocontrol. Por cuanto quien no puede postponer su gratificación saciándose
casi inmediatamente, finaliza seguramente en la comisión de delitos o crímenes.
El más claro ejemplo fue Sodoma y Gomorra, ciudades pletóricas de riquezas,
emplazadas en el valle del Yardén con todos sus arroyos (Gén. 13:10), pero cuyos
pueblos según la exegética al Génesis 13:13, eran en exceso malvados con sus
cuerpos y transgresores con sus bienes. Esto es, desde los jóvenes y hasta los
ancianos, todos de extremo a extremo (Gén. 19:4-5), eran sumamente corruptos
moral y materialmente, cegándose además mezquinamente a las necesidades de su
prójimo.
Aquí cabe enfatizar que, en la ética
bíblica, las transgresiones corporales y económicas son consideradas graves por
ser irreparables, como los crímenes sexuales, adulterio o actos aberrantes, así
como robos y fraudes que impiden el resarcimiento a todo el público
damnificado.
Con esta visión, resulta claro que
en la cultura bíblica los aspectos inmorales de la sociedad no resultan compartimientos
estancos, sino que están interconectados degenerando uno en otro. El texto
homilético Génesis Rabbá 41:7, lo manifiesta con relación al último versículo
citado, explicando la correlación material y semántica en el uso bíblico de “transgresión”,
“maldad” y “exceso”, denotando idolatría, corrupción sexual y asesinato. En
este sentido, el Talmud Jerosolimitano, Babá Matziá 4:2, paraleliza la
destrucción de estas ciudades con la del mundo prediluviano, por cuanto en
ambos casos, tanto en Génesis 6:5 como en 18:20, se manifiesta el exceso de
actos malvados global y nacionalmente acorde al caso, y lo sumamente grave de
ello.
Pero en el caso de Sodoma, esta
devino históricamente en sinónimo de inmoralidad sexual, mezquindad e
injusticia de todo tipo. Un símbolo de incongruencia para el moderno intento de
diferenciar entre estos tipos de males, y cuya destrucción signa el rechazo de
una sociedad que imagina poder ser moral en un aspecto y al mismo tiempo
inmoral en otro, o bien pretender actuaciones morales de funcionarios
inmorales. Lot, el sobrino de Abraham radicado en Sodoma, fiel a su crianza
provee alimento y alojamiento a sus visitas, los tres ángeles enviados por Dios
a su hogar representando lo más débil, marginal y vulnerable de la sociedad
(Gén. 19:2). Lo llamativo es que dicho meritorio trato con las visitas no libra
a Lot de la contaminación cultural que ya había naturalizado, dado que ante el
reclamo de los habitantes de la ciudad para que entregue a sus visitas a fin de
sodomizarlas, Lot, para protegerlas, está dispuesto a entregar a sus propias
hijas para que la turba las violara (Gén. 19:5-9). Sobre este episodio, el homilético
texto Tanjumá 12, explica que la actitud de Lot, dispuesto a entregar a
sus hijas a todo tipo de abuso en lugar de matar o ser asesinado para
protegerlas, es porque la inmoralidad sexual era tolerada por la sociedad y ya
hasta por él mismo, recordando además que luego entre él y sus dos hijas cometerán
incesto (Gén. 19:36).
Según Meir Lebush, la codicia, el egoísmo,
la falta de seguridad y hospitalidad fueron los comienzos de la maldad y
destrucción de Sodoma y Gomorra, por el miedo a que los nómades y campesinos de
sus alrededores se alleguen e intenten ser parte y gozar de la riqueza. Esta
que, sin el sostén ético, fue la que impidió observar la inmoralidad en la que
habían caído y menos intentar rectificarla. Tal como ha ocurrido a través de la
historia, la ya mencionada ceguera y autocomplacencia fue lo que condujo a que
los yernos de Lot se burlen de él ante su advertencia para que escapen dado que
la ciudad sería destruida (Gén. 19:14).
Con esto en mente es posible
observar la diferencia entre la comisión de delitos, crímenes e inmoralidades,
pero condenados y/o penalizados por la sociedad, rectificados a su vez por la
legislación; y aquellas mismas injusticias, indecencias y obscenidades cuando
ya están normalizadas como método para obtener o retener ganancias y a su vez
considerando aceptable socialmente todo tipo de corrupción política, económica,
legislativa y judicial. La destrucción de Sodoma y Gomorra tal como cualquier
otra catástrofe nacional o global descripta en la Biblia, nunca sobreviene para
penalizar el mal accionar individual, sino sólo cuando la corrupción deviene en
norma cívica aceptable permitiendo perpetrar públicamente las inmoralidades,
crímenes y delitos sin reparos ni vergüenza, al punto tal que la espontaneidad
e impulso individual o colectivo tornan en forma de vida. Allí, la sociedad resulta
corrupta y destinada a su destrucción. Posiblemente sea por ello que Abraham, intentando
salvar la ciudad, no pudo exigir menos que un mínimo de diez justos, denotando
una comunidad y no un individuo aislado.
Actualmente y tal como en el mundo
antiguo, la corrupción, así como su enmienda, son fenómenos sociales que atañen
a una forma de vida colectiva y no como cuestión de individualidades aisladas. Parafraseando
el homilético Pirké d´Rabi Eliezer 25, cuando la
inmoralidad se codifica jurídicamente y lo corrupto se torna legal o este encubre
o no impide lo corrupto, aceptándolo como patrón de conducta.
Muchos son los analistas y teóricos que
desarrollan planes y cálculos de oportunidades para el crecimiento económico,
algunos de ellos especulando con la solución a todos los problemas ante el
exponencial crecimiento mundial de la riqueza, aunque desigual entre países, durante
los últimos 50 años. La historia, ya desde la más antigua narrativa, muestra
que el progreso no es consecuencia de la sola riqueza sino del marco ético para
su logro, uso y sostén. No parecería que, por estas tierras, alguien esté
pensando en ambos caminos sino sólo en uno.
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