La guerra, como extremo conflicto sociopolítico, ha planteado durante la historia de la humanidad cuestiones éticas y legales complejas, normalizadas incluso bíblicamente tal como describo en mi anterior artículo “La Guerra en el Derecho Bíblico y la Invasión de Rusia a Ucrania”. Pero son dos los modernos conceptos cruciales que evalúan la moralidad de la acción militar: la doctrina de doble efecto y el criterio de proporcionalidad.
La doctrina de doble efecto se utiliza para evaluar acciones de
última instancia que resultan en un efecto beneficioso deseado y otro dañino no
deseado, legitimando y justificando dicha acción siempre que cumpla con: A) La
intención detrás de la acción debe ser lograr el efecto beneficioso deseado, no
el efecto dañino. B) La acción no debe ser desproporcionada causando un daño secundario
mucho mayor que el bien que se busca. Así, la doctrina distingue entre efectos
directos e indirectos de la acción, donde el primero debe ser el beneficioso,
mientras que el segundo el dañino no deseado.
Esta doctrina se ha aplicado en contextos bélicos
para justificar necesarias acciones militares que pueden causar daños
colaterales a civiles. Michael Walzer plantea su importancia argumentando que
es fundamental para distinguir entre la intención de dañar a civiles y la
aceptación de daños colaterales como un efecto secundario inevitable de un
ataque militar. Similarmente, Jeff McMahan subraya que dicha doctrina es
esencial para evitar el inmovilismo o indefensión, permitiendo una acción
militar legítima en casos donde los daños colaterales son ineludibles, pero no
deseados.
Ahora bien, de esta doctrina surge el criterio
de proporcionalidad refiriendo a la evaluación de si los beneficios esperados
de una acción militar justifican los daños colaterales que podrían causar. Y
aquí Brian Orend indica que este criterio implica un equilibrio clave para la
toma de decisiones éticas en la guerra, sopesando los beneficios a obtener frente
a los males aceptados como consecuencia. Helen Frowe complementa argumentando
que el criterio de proporcionalidad es esencial para evitar daños innecesarios
a los civiles en situaciones de conflicto armado, buscando minimizar el
sufrimiento humano manteniendo un equilibrio entre la necesidad militar y la
consideración ética.
Y si bien la viabilidad de la doctrina de doble
efecto y el criterio de proporcionalidad en la guerra producen tensiones
analizadas por John Berkman, dada la dificultad de prever con precisión los
daños colaterales e impacto en los civiles y la interpretación objetiva de lo
que constituye una "necesidad militar" y el "daño excesivo",
existen normativas en convenciones internacionales como las de Ginebra y el
Derecho Internacional Humanitario, regulando el uso de la fuerza en situaciones
de conflictos armados prohibiendo su uso excesivo en relación con un objetivo
militar legítimo. Básicamente las partes deben sopesar la necesidad militar de
un ataque contra los daños colaterales previsibles para la población y bienes civiles;
deben focalizar sus objetivos militares fuera de áreas civiles densamente
pobladas; no deben utilizar armas de destrucción masiva en respuesta a amenazas
convencionales; deben proteger heridos y enfermos de fuerzas armadas,
prisioneros de guerra y quienes no participan directamente en las hostilidades
como civiles, prensa y personal médico, entre otras medidas que buscan
minimizar el sufrimiento durante conflictos armados. Incluso las sanciones
económicas y bloqueos para ejercer presión sobre una nación deben ser
proporcionadas considerando el impacto humanitario en la población civil.
Ahora bien, si ya en conflictos armados
convencionales entre naciones donde las partes deben regirse por estas normativas
internacionales resulta controvertido su acatamiento, pero al menos existe la
posibilidad de denuncias y juicios por crímenes de guerra o lesa humanidad; dicha
problemática se profundiza mucho más cuando se trata de réplicas de Estados de
derecho frente a atentados terroristas que deliberadamente como objetivo
directo y primario atacan a civiles y sus bienes, intentando provocar el mayor
sufrimiento posible a la población. Es decir, contrario a toda convención
internacional el objetivo y mayor beneficio terrorista es intencionalmente provocar
daño indiscriminado. El terrorismo así y por definición es premeditadamente
contrario a la doctrina de doble efecto y al criterio de proporcionalidad, sin
ser frecuentemente pasible de pena internacional por sus crímenes.
Es por ello que, en situaciones de emergencia debiendo
decidir rápidamente y sin contar con la información necesaria, dicho criterio
en la réplica del Estado de derecho al terrorismo no sólo se torna mucho más
subjetivo en la determinación de lo “adecuado” y “necesario” en su respuesta
para proteger su población, su soberanía y evitar otros atentados, sino hasta puede
devenir en impotencia para su legítima defensa. Es decir, la principal crítica
al criterio de proporcionalidad frente al terrorismo es la dificultad de
evaluar con precisión lo que constituye tal respuesta pudiendo devenir en insuficiencias
no garantizando la seguridad de la población y en definitiva resultando en
inmovilismo e incentivando a los grupos terroristas. Porque estos al percibir
que los Estados son reacios a utilizar la fuerza en represalia se sentirán más
empoderados aumentando en frecuencia y gravedad sus atentados. Consecuentemente
existen numerosas perspectivas críticas que cuestionan la utilidad de dicho
criterio en la lucha contra el terrorismo por sus implicaciones negativas en la
seguridad nacional y la legítima defensa.
En el contexto de la lucha contra el terrorismo, todos acuerdan que la respuesta de un Estado de derecho debe guardar proporcionalidad frente a la amenaza, pero eliminándola, garantizando la protección de su seguridad nacional, su propia población y soberanía, no debiendo sobrepasar lo estrictamente necesario para ello. El problema aquí es su inaplicabilidad sin causar daño como efecto secundario, indirecto y no intencionado, a la población civil, donde deliberadamente se resguardan los terroristas, retornando así a la doctrina del doble efecto. Porque los grupos terroristas a menudo operan desde entornos civiles y utilizan su propia población como escudos humanos. Esto hace que sea difícil para los Estados responder de manera proporcional sin causar daños colaterales a civiles, lo que mediáticamente erosiona el apoyo público y aumenta la propaganda de los terroristas, mostrando los daños ocasionados a la población y bienes civiles. Por eso Richard Betts argumenta la inaplicabilidad práctica del criterio de proporcionalidad ante ataques terroristas, ya que los Estados tienen la obligación de garantizar la seguridad a sus habitantes anulando las células terroristas encubiertas en la población civil, sin tener la capacidad de medir con precisión la proporción de su respuesta. Más, esta ineficacia aplicativa del riguroso criterio de proporcionalidad aumenta ante la sospecha de un inminente ataque terrorista, porque su prevención frecuentemente requiere medidas enérgicas y rápidas que pueden no cumplir con dichos estándares, pero que son necesarias para evitar pérdidas de vidas humanas.
Así, al Estado de derecho que pretenda actuar contra el terrorismo bajo las reglas del conflicto armado convencional, la naturaleza asimétrica en metodología y táctica terrorista le causará inmovilismo y desprotección impidiendo que ejerza su derecho a la defensa y que cumpla con las obligaciones para con sus ciudadanos.
Como conclusión, para lograr un equilibrio entre garantizar la protección de la seguridad nacional y el respeto a los principios éticos y legales del derecho humanitario internacional, la respuesta de los Estados de derecho a los atentados terroristas debe, bajo la doctrina del doble efecto, priorizar eliminar eficiente y rápidamente la amenaza minimizando los inevitables daños civiles, pero cuya estrategia no puede ser de talla única debiendo adaptarse a las circunstancias específicas de cada caso.