El diálogo, cuyo significado proveniente del griego dialégomai, remite a un conversar o hablar con alguien posee dos componentes fundamentales: diá, “a través de o por medio de” y logos “principio de conocimiento o razón”. De esta forma el diálogo es un proceso discursivo del que surge o se construye una clase de razón, cuyo carácter plural es opuesto al monólogo o soliloquio. Más aun, el conocer también conlleva dicho aspecto dual determinado por cognoscere, gnosis conjunta o un saber que se realiza en relación con otros.
En
la tradición filosófica griega, la dialéctica intentaba ser el método para
generar la episteme o saber, conformada por ístemi “erigir” y epi “encima”.
Así, diálogo, conocimiento y saber, remiten al menos en teoría a procesos de
construcción y comprehensión de la realidad no de forma individual y dogmática
sino conjunta y dinámica. No obstante y frecuentemente este modelo se
tergiversó al ponerlo en práctica adoptando sólo cuestiones de forma
despojándose de las de fondo.
Platón
fue el primero en usar el diálogo como género literario filosófico, luego
desarrollado en distintas épocas y culturas, como la helenística y la romana
por Cicerón, Plutarco, Tácito y Plotino, entre muchos otros. Pero este era un
diálogo que constituye una estructura literaria para canalizar una
argumentación apologética o contestataria. Básicamente, el protagonista allí
cumple el rol de ser su conductor y vocero de la virtud que inicia la cuestión,
quien pretendiendo ser ignorante, atrae y enlaza a su oponente, quien
supuestamente conoce el tema en discusión, para finalmente y a través de
estrategias de manipulación entre lógica y retórica, acorralarlo y forzarlo a
admitir una propia ignorancia. Es decir, se trata de una supuesta búsqueda de
la verdad, enmarcada en disputas con otras doctrinas, pero donde el
protagonista es el depositario o custodio a priori de la sabiduría o de la
razón, cuyo rol es desacordar y proponer dudas que refuten la opinión de su
interlocutor, en favor de la consecución de aquella verdad previamente atribuida
o impuesta. Y este uso griego del diálogo, tal como lo exponen Griswold, Levine
y Grimal, fue continuado por la filosofía romana bajo una similar función pero
ahora con énfasis en lo individual e histórico, contrastando hombres y
temperamentos más que doctrinas.
En
clara y manifiesta diferencia a este desvirtuado uso práctico del diálogo, es
posible ver en las fuentes judías, concretamente las talmúdicas, su
implementación bajo el significado original griego, aunque no por ello basado
en este. Allí se observa que el diálogo en lo jurídico constituye el carácter
con el que se ha construido las distintas interpretaciones de la legislación y
casuística bíblica, para su jurisprudencia y posterior reglamentación en
códigos legales, deviniendo en la columna vertebral de la conformación y el
sustento teórico y práctico del judaísmo desde hace más de 21 siglos.
Su
característica es el punto de partida por fuera de los interlocutores, esto es,
la legislación bíblica más la sincera intención de cumplirla por cuanto así se
rinde culto a Dios como autoridad. Sobre esta base, distintos sabios se
pronuncian precisando sus respectivos entendimientos mediante reglas objetivas
y acordadas bajo las cuales evalúan el peso de sus respectivos argumentos y
pruebas, sin consideraciones ajenas a dichas normativas y mucho menos
personales. Y así, despojados de la intención individual de tener la absoluta
razón o de imponer su idea al otro, sino de arribar a la conclusión con mayor
sustento, se conforma un corpus jurídico en pos de vivir acorde a la práctica
preceptual, donde también se encuentra que algunas veces las discusiones quedan
sin resolver en favor de una u otra escuela o posición, otras permanecen en
paridad logrando una validez dual y otras son resueltas por un tercero quien
bajo un argumento superador o prueba alternativa dirime la problemática. Por
eso, podríamos decir que la narrativa legal del Talmud se conforma mediante un
sistema dialógico en el cual los interlocutores se enriquecen y desafìan
mutuamente entre sus distintas escuelas y consideraciones, las cuales
frecuentemente son habientes de diferencias radicales en sus interpretaciones.
Pero todo ello bajo el común objetivo de obedecer a Dios como autoridad en
común construyendo una legislación más extensa, sometiéndose a objetivas
metodologías exegéticas de la Ley, concientizados de la suma relevancia y por
ende responsabilidad por el objetivo en común y colectivo en la continuidad y
desarrollo de la cultura y el pueblo judío constituidos por la práctica de esas
mismas regulaciones y normativas por ellos establecidas. Esto es un diálogo
constructivo, un proceso mediante el cual se establecen marcos legales y
prácticas las cuales a su vez constituyen al sujeto como partícipe activo de
esa cultura. Esta praxis dialógica, conjugando la Ley y su lenguaje con la
actividad cotidiana bajo el objetivo mencionado, es mantenida en el presente
tanto en el estudio como en las diversas responsas como epistolario, donde se
consulta a los legistas judíos con el fin de encontrar soluciones a
problemáticas específicas del devenir diario, y que no están resueltas o no
figuran explicitas en las leyes existentes.
Con
esto en mente, en las coyunturales arenas políticas, debemos aprender a salir
de los obcecados monólogos o diálogos de forma, donde cada uno de los
interlocutores ni siquiera debaten, sino que desean únicamente la anuencia del
otro, imponerle su idea, o que al menos no estorbe en su soliloquio, más allá
de toda evidencia o argumento que se le presente, utilizando además todo medio
a su alcance para ello, desde la falacia, el embuste y hasta cuestiones
lindantes con lo extorsivo. Es por ello que el diálogo político debe partir de
un común objetivo, bajo una admitida autoridad reconocida por todos, y que
devenga en un proceso de concientización abierto y explícito para reconocer la
legitimidad de otras perspectivas. Debe caracterizarse por la renuncia a una
tendencia centrípeta de la razón política, para lograr trascender las ciegas
posiciones doctrinales, dejando de representarse en dualidades maniqueas. Debe
tender al razonable consenso más que a la profundización de dicotomías
planteadas en términos de calificaciones y juicios de valor. Pero para ello se
necesita un esencial aporte individual y de parte de todos los actores intervinientes,
consistente en una tan generalizada como gran dosis de humildad, de compromiso
con la verdad y obediencia a unas mismas y claras reglas. Y esto es debido a
que sólo cada uno de los interlocutores sabrá si él mismo se ha abierto a una
relación viva, simétrica y absolutamente sincera con el otro, sin jugar a un
mero rol dialéctico el cual siempre puede ser representado muy
convincentemente.
Así,
mediante esta clase de diálogo político como corporización formativa de
acuerdos y soluciones, bajo el mismo empeño de las partes en búsqueda de algo
susceptible de ser asequible, a sabiendas que no es estable ni unilateral,
podrán a su vez transformarse los políticos, honrando su oficio para que en
verdad sea relevante y en favor de la sociedad y el bien común. Modelo a ser
luego emulado entre los comunes en análogas prácticas cívicas, transformando y
mejorando la calidad ciudadana. De lo contrario, seguiremos estancados y cada
vez más profundamente hundidos en el fango de la miseria y la desgracia, con
funcionarios y líderes impúdicos, corruptos e incompetentes, porque ese es el
negocio de esta obscena cultura dirigencial que se reproduce en el mismo
viciado contexto, y con la conveniente anuencia de un resultante pueblo cada
vez menos instruido, más sumiso e impasible.