Describiendo la estricta realidad y sin promulgar nada normativo, conviene aclarar dos conceptos.
a) De emplear un lenguaje que represente fielmente el espíritu de la despenalización del aborto, debemos usar la expresión "aborto arbitrario" o "aborto a pedido, a demanda", dado que la expresión “aborto libre” sugiere, falazmente, que esta propuesta es la correcta frente a toda otra alternativa que reprima la solicitud para abortar.
b) Al predicar el “valor de la vida”, cometemos un solecismo usando impropiamente el concepto de valor, dado que éste implica una elección humana entre cosas diferentes cancelando unas para implementar otras, manifestando en dichas decisiones la cuantía de unas u otras, siendo entonces la vida la plataforma donde toma lugar este proceso axiológico. Así, la prohibición de tomar la vida de otro, postulado básico en la conformación de la civilización occidental, no implica que la vida tenga valor por sí misma, sino la concreta prohibición de tomar la vida de un semejante.
Es verdad que no podemos
reconocer en el cigoto la figura de un hombre, ni siquiera puede vérselo sin la
asistencia de un microscopio. Pero sí sabemos que es el comienzo de una
criatura llamada hombre, y que si no la forzamos desde fuera, necesariamente (e
insisto, necesariamente) crecerá y entonces los reconoceremos como un hombre.
Luego, el cigoto no es un ser humano vivo en potencia, sino uno actual.
Concretamente, a partir del
momento de la fecundación ese ser humano concebido se prepara para salir del
útero a los 9 meses. Por ello, desde la concepción como punto de comienzo y hasta
la ancianidad y muerte como punto final, hay un proceso continuo de vida
humana, donde no existe un punto de inflexión objetivo en la categoría de ser
humano. La elección es simple: aceptamos el postulado de la prohibición de
tomar una vida humana que comienza desde el cigoto, postulado que es anterior a
toda reflexión intelectual, o decidimos arbitrariamente desde cuándo le
atribuimos a esa criatura el predicado de humano.
En el mundo se practican más de
46 millones de abortos anuales, la inmensa mayoría de los cuales es debido a un
embarazo no deseado, conflictivo respecto de los intereses personales,
familiares o sociales, sintiéndose la mujer frecuentemente libre para decidir
sobre su embarazo si se convence de que se trata de una decisión intra-personal,
respecto de su propio cuerpo. Sin embrago esta es una cuestión entre el sujeto
y su prójimo, porque se trata de una vida humana distinta de la de ella. Así,
ese aborto no sólo es la interrupción voluntaria del embarazo, sino un acto de
cercenamiento de una vida humana.
El problema del aborto arbitrario
no es médico, sanitario, social o económico, sino humano. Es otro síntoma, y
tal vez el más crudo, crítico y extremo, de un hombre cada vez más encorvado
sobre sí mismo, empecinado en una ética basada en su mismidad, esforzándose por
adueñarse absolutamente de todos los aspectos que le conciernen a él y a otros,
con el fin de no coartar su antojo y arbitrariedad, instituyéndolos y
legalizándolos.
Una sociedad enferma, compuesta
por este hombre centrado en sí mismo, traiciona su propio objetivo de
cooperación y mutua complementación, eliminando las mismas vidas que engendra.
Un Estado que permite el aborto arbitrario contradice la principal finalidad
para la cual fue creado: ser instrumento para la defensa y garantía de la vidas
humanas bajo su espectro de poder, siendo estos los propios intereses y el
deber supremo de aquella institución.