El judaísmo desde antiguo define al suicida como el adulto que se da muerte intencional y conscientemente, por propia iniciativa y declarándolo manifiestamente (Semajot II:2; Sh.Ar. ID345:2-3). Por ello, en hebreo el suicida es HaMeaved et Atzmó beDaat “quien se destruye a sí mismo concientemente” y sin referencia al móvil de aquella intención, prohibiéndolo ya desde la Torá (Rashí(Gén.9:5);Ex.20:12;Deut.5:16), y penalizándolo suprimiéndole los rituales luctuosos y dolientes (ID345:1). Por ello el fumador que muere por cáncer pulmonar o quien muere por Kidush HaShem no son considerados suicidas. Uno por no tener intención de matarse al fumar, y el otro por no quitarse la vida por propia iniciativa, sino por estar compelido, conminado, demandándole asumir su muerte por no renunciar al valor supremo tal como lo manifiesta la casuística bíblica y talmúdica, luego codificado legalmente (ID345:3). Similarmente en la secularidad, el suicidio no patológico es la acción u omisión consciente y por propia iniciativa en la que el sujeto pone intencionalmente fin a su vida por sí mismo o con asistencia de terceros. Luego, dado que hoy el derecho a la “eutanasia” expresa la facultad legal para darse muerte prematuramente de forma indolora y por compasión o decoro personal, evitando un excesivo sufrimiento o para impedir el de otros, incluyendo también la asistencia de terceros, resulta claro que se trata de un derecho al suicidio y más aún, la indulgencia por la coautoría, participación o complicidad en un homicidio. Y no sólo el suicidio está prohibido en el judaísmo así como en la mayoría de las más influyentes doctrinas filosófico-morales desde Pitágoras, Platón (salvo algunos casos excepcionales), Aristóteles, Epicuro, Plotino, Locke, Rousseau, Kant, Schopenhauer, Wittgenstein, Sartre y aun Camus; sino que el suicidio asistido, donde un tercero interviene en la implementación de la muerte del suicida, es considerado bajo el judaísmo como un homicidio (Maim.Il.Rotz.2:2-3(Gén.9:6)), y en la secularidad implica un problema ético y moral mayor al del suicidio encontrándose incluso penado por ley.
Ahora bien, sabiendo que la “eutanasia
activa” es una acción directa para acelerar o provocar la muerte prematura del
paciente; y la “eutanasia pasiva” es la no iniciación o discontinuidad de un
tratamiento, aparatología o nutrientes que sustentan la vida de aquél, queda
claro que ambas son clasificaciones sólo en el modo de acelerar el proceso de
muerte, permitirla o provocarla precozmente, y no justificaciones para matar a
un sujeto, por acción u omisión. Luego, no existe una diferencia moral entre
ambas eutanasias dado que siempre, por acción u omisión, hay decisión e
intención de matar prematuramente a alguien que no amenaza de muerte a otro. En
el judaísmo y ya desde la Torá también se prohíbe la omisión frente al peligro
o riesgo de muerte del prójimo pudiendo salvarlo (Lev.19:16;Deut.22:8;San.74a;Maim.
I.Rotz.1:6,14;3:10;11;13;Sh.Ar.JM380:3), considerando al omitente un homicida
en caso de muerte, incluso cuando aquél sobre quien se decide no actuar sea un
moribundo, por no haber diferencia halájica entre éste y quien goza de salud
(Semajot I:1-5;Maim.I.Rotz.2:7, I.Ab.4:5;Sh.Ar. ID339:1). Y en términos
seculares, el moribundo es una persona con plenitud de derechos. Es decir, en
este caso no hay merma del deber preceptual por tipificación somática, o
secularmente, existe la misma responsabilidad moral en la acción y omisión,
cuando hay decisión y aquella es relevante para provocar, acelerar o no impedir
la muerte prematura de alguien. Caso contrario, tampoco sería moralmente
responsable omitir alimentar al hijo, o el abandono de persona o negar insulina
a un diabético, cuando ello deviene en sus respectivas muertes.
Sin embargo, actualmente se
denomina “eutanasia prenatal” al feticidio o aborto, y “eutanasia neonatal” a
matar al nacido congénitamente defectuoso, extremadamente prematuro o con
escasa viabilidad, evitando “su futuro sufrimiento”, el de sus padres, o una
carga social. También se denomina “eutanasia social” a eliminar activa o
pasivamente a quien se considera afecte la evolución social; y “eutanasia
criminal” a eliminar aquellos considerados socialmente peligrosos; o “eutanasia
solidaria” a matar a unos para salvar otros, así como “eutanasia económica” a
eliminar a todo a quien se destine recursos “excesivos” sin una rentabilidad
adecuada. Resulta así evidente el uso operativo de “eutanasia” para justificar
prácticas homicidas atribuyéndoles un carácter beneficioso o superador para el
destinatario o para la sociedad según el caso, pero a menudo ocultando una
desaprensión moral evitando costos, dificultades y privaciones, consecuencia de
las atenciones, cuidados y dedicación que requiere quien padece de ciertas
afecciones o carestías. En definitiva, siempre se podrá enmascarar intereses
alegando que matar prematuramente es por cuestión de dignidad y compasión,
incluso en el caso de un paciente comatoso, donde aquellos argumentos
claramente no recaen sobre éste, sino sobre quienes están a cargo de él y en
beneficio de ellos mismos, en pos de liberarse de las angustias, tribulaciones,
pesadez física y espiritual de dicha situación, despojándose de toda
responsabilidad.
No obstante, existe la
problemática de dilatar tecnológicamente un proceso agónico incursionando en el
encarnizamiento terapéutico, mortificando artificialmente al paciente, cuestión
prohibida en el judaísmo (S.Jas.723-724;Ramá(ID339:1)), e inmoral desde la
secularidad. Estas dos restricciones, el suicidio y el encarnizamiento
terapéutico, son las que precisamente abren una alternativa para la conducta
que salvaguarde no sólo una mávet hiljatí o muerte halájica para el judío
moribundo y sin que un tercero involucrado transgreda su deber preceptual, sino
también desde la secularidad, resguardando la responsabilidad moral de ambos y
obteniendo una verdadera muerte digna en estos términos. Dignidad, la cual
Kant, el más influyente filósofo y eticista secular moderno, define como la
actualización del ser moral oponiéndose al obrar según la facultad apetitiva,
evitando la animalización del hombre, no usándose como medio sino como fin en
sí mismo.
Este comportamiento resulta
únicamente en no obstaculizar o bien desobstruir, por acción u omisión, aquello
que impide una inminente y apremiante muerte del paciente, constituyendo todo
proceder e instrumentación médica posible tan sólo la prolongación de un
proceso agónico sufriente y tortuoso, sólo manteniendo artificialmente algunas
funciones orgánicas en un cuerpo que ya no sustenta vida por sí mismo
(Ramá339:1).
Únicamente en esta circunstancia
se está exento de homicidio en el judaísmo y de responsabilidad moral en la
secularidad, comportando todos los demás casos una sofisticación psicológica,
eufemismos, justificando un suicidio y/o complicidad homicida.
Y en la relación médico-paciente,
el primero no es un mero funcionario por acción u omisión de los deseos del
segundo, contrariando en el judaísmo lo preceptuado al médico en pos de la vida
del paciente y la prohibición de omitir toda acción a su alcance juzgándolo en
caso contrario como homicida (Sh.Ar.ID336). Y desde la moralidad, ya Platón
penaliza capitalmente al médico que asista al individuo a quitarse la vida,
contrariando la esencia de su profesión y contrato implícito con aquél acorde
al aún hoy vigente juramento hipocrático, según el cual la salud y la vida del
paciente es el primer deber y preocupación del médico sin que se interpongan
consideraciones religiosas, nacionales o ideológicas. Este deber profesional
médico más la responsabilidad moral como secular, o deber preceptual en caso de
ser judío, hace que todo tipo de omisión por la cual el paciente muere prematuramente,
pudiendo evitarlo, teniendo los medios y el conocimiento de causas,
alternativas y consecuencias, conlleve una responsabilidad absoluta por parte
del omitente. El paciente, en un Estado de derecho, bien puede ejercer su
eventual aunque absurdo derecho a quitarse la vida en caso que éste se otorgue,
pero dentro del dominio particular, sin violar los primordiales derechos y
obligaciones de otros exigiendo la complicidad, la trasgresión preceptual,
moral y profesional de quienes cumplen sus tareas en un ámbito hospitalario, el
cual lejos de ser un asilo o centro para el suicidio asistido, es un
establecimiento para el diagnóstico y el tratamiento médico.
Así, sólo mediante el
comportamiento de cada uno de nosotros, objetando lo contrario al precepto e
incluso a la aún remanente deontología, se podrá enmendar la actual realidad
invertida, donde la cara de la generación es como la cara del perro, por la
desvergüenza y procacidad, y donde la verdad está ausente (San.97a), y donde se
cumplió lo ya advertido por el padre del actual contrato social, J.J. Rousseau,
afirmando que cuando la violencia de la pasión prevalezca sobre el horror del
crimen, en el deseo del mal también se encontrará un derecho.