En las sociedades contemporáneas y particularmente en Argentina, la pobreza se ha erigido como un fenómeno multidimensional que trasciende la falta de recursos materiales. En este contexto, surge una preocupación creciente sobre cómo la pobreza afecta las condiciones de vida, pero también la dignidad y la capacidad de discernimiento de los ciudadanos más su participación plena y autónoma en la sociedad.
Y aquí es relevante citar la teoría de la
privación relativa de Peter Townsend, la cual postula que los individuos, las
familias y los grupos poblacionales son pobres cuando carecen no sólo de los recursos
para obtener dietas alimenticias que satisfagan sus necesidades, sino también para
participar en las actividades y tener las condiciones de vida y las comodidades
que son habituales, o al menos ampliamente alentadas o aprobadas en la sociedad
a la que pertenecen. Es decir, tal como afirma Amartya Sen la pobreza no sólo
es material como falta de ingresos y recursos, medida en términos absolutos,
sino también la privación de capacidades en términos relativos para llevar una
vida digna acorde al estándar social promedio establecido como esperado. Básicamente,
la pobreza es la carencia que limita las oportunidades y la agencia individual,
razón por la cual Thomas Piketty afirma que la desigualdad extrema socava el
mérito, la igualdad de oportunidades y el ideal democrático. De aquí que puede
entenderse el motivo por el cual el gobierno actual pretendió anular la noción
de la meritocracia procurando groseramente ocultar la desigualdad y la pobreza.
En este sentido, la sociología ha explorado
cómo la pobreza y a fortiori la indigencia, lleva a la deshumanización social,
sobre la cual Zygmunt Bauman concluye en el concepto de la reducción del
individuo a la condición de "otro", similar a la animalización,
disminuyendo la capacidad de discernimiento y participación cívica. Investigaciones
neurocientíficas han demostrado cómo la pobreza crónica impacta en el
desarrollo cerebral y cognitivo. Particularmente los estudios realizados por
Kimberly Noble han demostrado correlaciones entre la pobreza y una menor
materia gris en áreas del cerebro asociadas con el lenguaje y la toma de
decisiones.
Todo ello indica que la pobreza afecta la
capacidad de juicio, además del hecho que, según Abraham Maslow, la pobreza e
indigencia provoca una involución del ser humano animalizándolo preocupado por
la urgencia de satisfacer sus necesidades básicas de alimento y seguridad, sin
poder actualizar material ni culturalmente su capacidad intelectual o ética, el
crecimiento, desarrollo y ascenso social, la dignidad que otorga la autonomía
económica, la autorrealización y la civilidad. Y ello es porque estas
necesidades de orden superior sólo aparecen en la medida que la persona logra
satisfacer las básicas; y aun pudiendo ambas satisfacciones ser concomitantes, las
básicas siempre predominan sobre las superiores.
Esta pérdida de identidad personal y
disminución de interacción social es tentadoramente capitalizada por la política
en las democracias débiles o meramente formales, para mantener el control del
poder. Demostrado por los propios hechos, en Argentina, desde 1980 con 22% de
pobreza se llega al presente con casi un 50%, careciendo de una política de
estado para provocar una movilidad social ascendente que extraiga a la
población de la pobreza mitigando la animalización. Más, las medidas
implementadas han provocado una movilidad social descendente donde en estos
últimos años surgió el fenómeno hasta ahora nunca visto que es la de ser pobre
aun siendo un trabajador formal.
Dicha situación demanda políticas con enfoques
integrales incluyendo programas sociales que aborden no sólo las necesidades
materiales con miras a la capacitación e inclusión laboral, sino también las
dimensiones psicológicas, educativas y culturales para restaurar la agencia y
la dignidad de los individuos afectados por la pobreza. Pero en Argentina, por
lo contrario, se enfatizó la pobreza y la marginalidad conceptualizándola
virtuosamente como clase social representante del catalogado como pueblo
legítimo, fomentando el otorgamiento indiscriminado y a modo clientelar de
planes sociales con dineros públicos, creando una extrema dependencia estatal
para la supervivencia. Actualmente más de un 50% de la población total recibe
algún tipo de asistencia social del estado, entre los cuales para unos 14
millones dicha asistencia es esencial para su subsistencia.
Esto no sólo contribuyó a consolidar material y
culturalmente la pobreza y la marginalidad, incluso ponderando como pseudo
trabajo crecientes actividades reñidas con la salud, la dignidad y condición
humana, sino que se utilizó como un catalizador para su aprovechamiento político,
pero no para tomar medidas en favor de sacar a dicha población de esa situación
sino para aprovecharse de ella. En esta dinámica, la animalización del
ciudadano emerge como una estrategia perniciosa que deshumaniza y aliena a aquellos
que, debido a su condición económica y sociocultural, son utilizados
maltratándolos y arriándolos por una aristocrática dirigencia social como bienes
de uso para el logro de sus objetivos políticos. Además de faltar a toda ética
política y de liderazgo, tal como Max Weber argumenta, la desigualdad económica
es a menudo el soporte necesario de la desigualdad política, estratégicamente
utilizada para mantener un orden jerárquico y consolidar su poder.
La animalización del ciudadano resulta así en
un capital invaluable para la aristocracia política y dirigencial, quienes
tienen una calidad de vida propia de clase alta, convirtiendo la pobreza y la
marginalidad en un mecanismo de poder para despojar subrepticiamente de cada
vez más derechos básicos al ciudadano, como educación, seguridad y salud, pero
declamando lo contrario. Básicamente, la pobreza es utilizada por la política y
sus dirigentes en su manifestación de incapacidad y de necesidad animal, facilitando
su perpetuación en el poder conllevando más exclusión y marginalidad. El efecto
político de esta animalización en la negación de derechos básicos al ciudadano
limita además su participación autónoma en procesos democráticos, negándole la
oportunidad de su plena agencia en la vida social y política por verse afectada
su racionalidad y libre albedrío. Como afirma Nancy Fraser la animalización de
los pobres no sólo refleja una jerarquía social, sino que la refuerza, al
perpetuar la exclusión y la discriminación.
La historia registra la formación de élites políticas y económicas que, con el tiempo, han consolidado su influencia y han generado una separación creciente entre las clases dirigentes y el común de la sociedad. Esta aristocracia moderna no se define sino por el control del poder político y económico, perpetuándose a través de redes de influencia, conexiones y acceso privilegiado a recursos. Y así, la clase política tiende a alejarse cada vez más de las realidades cotidianas de la ciudadanía y los líderes, en lugar de representar los intereses del pueblo en su totalidad, a menudo actúan en favor de grupos de interés o de su propio beneficio, consolidando así su posición de privilegio. Esta desconexión y transformación de la clase política y dirigencial en una aristocracia conduce a políticas que benefician a unos pocos en detrimento de la mayoría, profundizando las brechas sociales y económicas, socavando los principios democráticos y perpetuando la desigualdad.
Superar esta dinámica rompiendo este círculo vicioso, exige un compromiso colectivo para desafiar las estructuras que perpetúan la marginalización y construir una sociedad donde la dignidad humana sea el pilar fundamental de la inclusión social, económica, cultural y política. No es tarea fácil, pero es lo que se espera del nuevo gobierno por parte al menos del casi 56 % de la población votante que lo consagró, para realizar este fundamental cambio.