La autonomía, entendida como la capacidad de autogobierno y toma de decisiones independientes, es un concepto central en la bioética. Pero su interpretación varia significativamente, dependiendo de su asociación con una moralidad o si es considerada meramente instrumental.
Un acción
autónoma instrumental sería aquella iniciada por el agente sin restricciones
externas ni internas que resulten factores fuera de su control, realizando lo
que desea. Así, acciones violentas o libidinosas pueden ser buenos ejemplos de
conductas autónomas, identificando autonomía con espontaneidad. Más allá de su
posibilidad práctica, el valor de la autonomía como instrumental radica en su
capacidad para promover ciertos fines o resultados deseables, sin una vinculación
necesaria con alguna moralidad racional o religiosa.
Uno de sus
principales exponentes modernos es John Stuart Mill, para quien la libertad
individual, incluida la autonomía, es valiosa porque conduce al bienestar, el
avance de la sociedad y el desarrollo humano. El valor de la autonomía en Mill
se mide por las consecuencias y capacidad para producir resultados
beneficiosos, no por algún valor intrínseco con una moralidad fuera de la general
utilitaria. Por eso, más moralmente neutral es Gerald Dworkin quien argumenta
que el valor de la autonomía es permitir a los individuos llevar vidas
auténticas realizando sus propios fines. Autenticidad, entendida como la
adecuación entre el ser subjetivo con lo objetivo, donde las acciones de un
individuo son congruentes con sus pensamientos o deseos. Contemporáneamente,
Isaiah Berlin llega a una más depurada instrumentalidad de la autonomía,
distinguiendo entre libertad negativa y positiva, donde la primera es la
ausencia de interferencia mientras que la segunda implica la capacidad de
autodeterminación como medio para alcanzar otros fines valiosos. Berlin
sostiene que la libertad negativa es preferible porque es menos susceptible de
ser manipulada para justificar formas de control autoritario bajo el pretexto
de promover la autonomía positiva. En este sentido, la autonomía negativa es
vista también como el máximo exponente de la neutralidad moral, ya que su valor
reside en su capacidad para facilitar subjetividades. Misma línea que Joseph
Raz, quien bajo su teoría del perfeccionismo liberal, sostiene que la autonomía
no posee una moralidad intrínseca, sino que permite a los individuos perseguir
sus propios conceptos del bien, requiriendo disponibilidad de opciones
significativas más la capacidad de razonar y deliberar. Así, la autonomía es un
medio para la autenticidad tomando decisiones significativas y coherentes con fines
particulares.
Básicamente, la
autonomía instrumental es aquella que se valora no por sí misma, sino por su
capacidad para contribuir a fines subjetivos. Desde esta perspectiva, la
autonomía no posee una moralidad inherente, su valor depende de los resultados
que permite alcanzar.
Esta visión
contrasta con la noción kantiana de autonomía, que consiste en la capacidad de
la voluntad racional para legislar principios morales universales y
autoimponérselos. Según Kant, la moralidad no se basa en las consecuencias de
las acciones, sino en la adherencia a deberes y leyes morales que la razón misma
prescribe. Así, la autonomía es la condición de posibilidad de la moralidad y
por ello sólo los seres racionales pueden ser autónomos debido a que tienen la
capacidad de reconocer y seguir leyes morales que son válidas para todos,
universales. Esta idea es reflejada por el imperativo categórico cuyo criterio
radica en obrar sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta en
una ley universal.
Más
contemporáneamente, Alasdair MacIntyre argumenta que la autonomía sólo puede
ser entendida dentro del contexto de una tradición moral específica. Los
individuos desarrollan su capacidad de juicio moral y autonomía a través de su
participación en comunidades por medio del contexto proporcionado por sus
prácticas y narrativas compartidas. La autonomía, por tanto, no es individual,
sino relacional y comunitaria; y la moralidad no es algo separado de la
autonomía, sino aquello que la forma y guía. Similarmente, Charles Taylor
también sostiene que la autonomía está intrínsecamente ligada a la identidad moralidad,
constituida por los valores y las creencias que se adoptan como propias. Estos
valores y creencias no son arbitrarios, sino que están profundamente arraigados
en una comprensión moral del mundo y por ello, la autonomía, implica la
capacidad de reflexionar y elegir acorde a estos valores morales, formados y
sostenidos por la comunidad y que constituyen la base de la identidad del
individuo. La comunidad, entonces, no sólo es un contexto para la autonomía que
está mediada por sus normas y valores, sino su fuente vital ya que es la que
define los términos en los cuales los individuos pueden ejercer su autonomía.
Bajo esta
perspectiva, la autonomía es básicamente la capacidad de imponerse una ley
trascendente al deseo, y no simplemente obedecerla sino reconocer la obligación
de seguirla. Esta determinación la realiza la razón reconociendo la demanda de
su propia racionalidad, o la preceptualidad para la religión, reconociendo la
autoridad de la divinidad. Y eso es lo que distingue al ser humano de los
animales y los objetos inanimados, permitiendo afirmar tanto su
autorrealización, entendida como la actualización del propio potencial humano,
así como su inherente dignidad. Aquí, lo importante también es que la moralidad
de la autonomía no está vinculada a la conciencia personal, dado que un
criminal bien puede seguir los dictados de su conciencia perversa.
Con esto en
mente, la concepción de la autonomía como instrumental y moralmente neutra ha
sido objeto de críticas en bioética, como la de subestimar los marcos éticos
igualándolos a los deseos y las subjetividades, deshumanizar al paciente y
mecanizar al profesional de la salud como meros técnicos facilitadores del
cumplimiento de los deseos de los pacientes, bajo el entendimiento de las
opciones disponibles. Y ello conlleva a un relativismo moral sin estándares
éticos claros y consistentes, donde cualquier decisión autónoma es válida
siempre que sea acorde al deseo del paciente. Toda decisión médica estaría
permitida basada únicamente en el bienestar subjetivo del paciente conllevando
prácticas cuestionables, simplemente porque el paciente lo desea. Además, valorar
la autonomía por sus resultados beneficiosos conlleva el riesgo de paternalismo
médico, decidiendo el profesional en nombre del paciente bajo el argumento de
su propio bien.
Por otro lado, la autonomía vinculada a una moralidad puede devenir en que el profesional médico no considere adecuada la decisión del paciente vulnerando su voluntad y evitando prestarle servicio médico. Consecuentemente, este modelo puede llevar a una rigidez moral, así como también al mencionado paternalismo médico.
Una comprensión equilibrada y contextual de la autonomía, que considere tanto los principios éticos como las circunstancias individuales, es esencial para una práctica bioética efectiva y justa. Su logro radica en la concepción de una autonomía que, ante la existencia de un rango de opciones, necesidades, deseos y obligaciones, el sujeto actúe tomando en cuenta todas ellas identificando un curso de acción responsable y axiológicamente aceptable. Aquí, la autonomía se encuentra en la aceptación voluntaria de los imperativos axiológicos viviendo acorde a ellos, y no en la irrestricción desiderativa. Y como indica Edmund Pellegrino y Hugo Engelhardt, dicha autonomía del paciente debe acordar con la comprensión y adhesión a los principios morales que guían la práctica médica. Luego, exigiendo por ley al profesional médico el cumplimiento de los principios bioéticos de no maleficencia y justicia, dejando al paciente los correspondientes a la autonomía y beneficencia, se logra una decisión bioéticamente responsable. Ponderando igualitariamente los cuatro principios bioéticos, pero sin considerarlos como obligaciones perfectas cayendo en paternalismos, ni como un relativismo subjetivo deviniendo en anarquismos individualistas, se logrará una autonomía no reducida a la primitiva capacidad de decidir, sino plenamente humana por ser informada y moralmente correcta acorde al contexto axiológico.